Cuando llegué a casa me senté a practicar la cursiva
en el cuadernito en el que Rocío me había dibujado todas las letras mientras
mamá cosía los bolsillos de mi delantal.
- ¿Te dijo la maestra que practiques?
-me preguntó.
-No. Yo lo pensé porque lo que hago
quiero hacerlo bien -dije, y mamá me regaló una sonrisa tan linda que pensé que
iba a practicar cursiva todos los días.
Al rato vinieron a buscarme para un
partido. Cerré el cuadernito y fui corriendo. Rocío tenía muchos deberes así
que, con suerte, me tocaría a mi hacer los goles.
Después de cenar me concentré en las
letras de mi revista. En una parte vi a Belgrano con otro hombre y pude leer yo
solo: San-Mar-tín.
- ¿Quién es el santo Martín? -le
pregunté a Rocío y ella se río.
-No es santo. Ya lo vas a aprender en la
escuela.
No dijo nada más y pensé que ella no se
acordaba y no podía inventar como cuando encontrábamos algo en los cajones.
Por lo que se veía en la revista, San
Martín y Manuel eran del mismo bando.
Al día siguiente me animé a preguntarle
a la maestra por San Martín.
-Muy bien, Manuel-dijo y otra vez
pronunció mi nombre igual que cuando lo nombraba a él.
Después contó que cuando Belgrano ya estaba muy
cansado y enfermo, le tuvo que dar su ejército al general José de San Martín. Dijo
que era el próximo prócer sobre el que íbamos a investigar.
-Manuel,
en su camino de batallas, fue poniendo en práctica algunas de sus ideas. Fundó
pueblos, creó escuelas y dispuso que aún los más pobres tuvieran una parcela
para poder sembrar. Insistió con la importancia de la escuela pública, gratuita
y obligatoria. Incluso donó un premio que le otorgaron por su valentía, para
construir cuatro escuelas. Estableció que los criollos y los naturales tuvieran
los mismos derechos.
Yo ya sabía qué son los derechos. No son
andar sin doblar. Los derechos son algunas cosas que todas las personas
merecemos tener, no importa dónde nacimos ni cómo vivimos: como el derecho a
comer, a ir a la escuela, a cuidar la salud, de eso se hablaba mucho en mi
barrio.
Esa tarde, papá dijo que nos extrañaba y
nos invitó a ir en el carro. Y cuando pasamos por el centro le dije:
-Papá, ¿por qué no vamos a la torre? Si
todos tenemos los mismos derechos -dudé si una cosa tenía que ver con la otra,
pero me pareció que sí. Papá detuvo el carro y me miró sorprendido.
-Ay, Manu, ¡cómo hablás desde que sabés
leer! -dijo Rocío riendo, y no supe si lo decía porque estaba buena o solo me
estaba cargando porque estaba mala.
- ¿Ya sabés leer? -preguntó papá.
-Algunas palabras-respondí, y era la
verdad.
Y papá no dijo nada. No desvió el carro
y paramos en la torre. Se sentó a descansar y pudimos jugar con Rocío como antes.
Ella me dejó ser un ratito el capitán del barco, pero no me hizo caso cuando le
di una orden.
Por suerte, nadie vino a decirnos que no
podíamos estar ahí. A la vuelta, papá iba silbando una canción que me pone
contento.
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