Adaptado por: Yalí
Ilustrado por: Ignacio Corbalán
Allí donde el río da una vuelta y los ceibos echan sus flores más rojas que el fuego, vivían, en su choza, nueve indiecitas hermanas. De las nueve indiecitas, ocho tenían nombre de flor, pero la última, la pequeñita, se llamaba Eireté, que quiere decir, en la lengua de los guaraníes, miel de abeja.
A la mañana, muy temprano, cuando el Sol despertaba a las campanillas silvestres, las indiecitas también se despertaban. Sí, se despertaban y se levantaban, todas, menos Eireté. Eireté dormía mientras sus hermanas molían el maíz en el mortero. Eireté bostezaba mientras sus hermanas cuidaban las plantas del sembrado, y mientras sus hermanas amasaban el barro y modelaban cacharros y jarras y marmitas, Eireté se decía: – ¿Dejo o no dejo la hamaca? Y no la dejaba. Continuaba tendida, bostezando..., boste...zzz... ando... De las nueve indiecitas, ocho trabajaban, corrían y jugaban. Solo una, Eireté, tenía siempre pereza para todo: para vestirse, para peinarse, para ir con el cántaro a traer agua del río. Una mañana, las hermanas de Eireté, le dijeron:
–Levántate. Vas a ir con nosotras a buscar juncos y hierbas para hacer cestos. Levántate enseguida, Eireté.
Siguiendo el río, entraron en el bosque. Allí, las indiecitas comieron los frutos dulces del murucuyá, y miraron volar y volar a Mainumbí, el picaflor, vestido con su precioso traje de todos colores. Andando y andando pasaron bajo la rama donde Ayurú, el papagallo, se peinaba las plumas, y Ayurú les gritó los buenos días.
Andando y andando pasaron junto a la palmera donde vivía Ca-í, el monito, y Ca-í las saludó con la mano. Por la orilla del río, por el medio del bosque, siempre en fila, caminaban y caminaban las nueve indiecitas, ocho indiecitas delante, y una, Eireté, bastante, pero bastante más atrás. Así llegaron adonde los juncos eran flexibles y las hierbas elásticas, y los cortaron y los ataron y los cargaron sobre sus cabezas.
Ya era mediodía cuando las indiecitas iniciaron el camino de vuelta, ocho hermanitas delante y Eireté cada vez más atrás, cada vez más atrás… Tan atrás se iba quedando Eireté que, llegado un momento, ya no vio a sus hermanas. Pero Eireté no se asustó, ni siquiera corrió para alcanzarlas. Se sentó en el suelo y se entretuvo, mientras bostezaba, mirando las plantas y los animalitos del bosque. Tan quieta se estaba, que Panambí, la mariposa, se posó sobre su pelo. Cururú, el sapo, se acercó –croac, croac– a contarle los dedos de los pies, y mamá Ca-í dejó que sus monitos jugaran en su derredor a la rueda-rueda. Así, el tiempo fue pasando. El Sol ya solo alumbraba las ramas altas de los árboles. Pronto, las sombras empezaron a jugar al escondite entre los árboles y llegó la noche. Y con la noche llegaron los aullidos de las fieras, los aletazos de los búhos, el chistar de las lechuzas y el miedo. Sí, entonces Eireté tuvo miedo, y abandonando su haz de juncos y de hierbas, se levantó y empezó a andar: perdida en el bosque, apenas iluminado por la luz de la Luna.
Eireté temía al jabalí, a Yaguareté, el tigre, y temía a la serpiente, que cuelga de los árboles. Pero Eireté no conocía el camino para volver a su choza, y andando al azar, mientras brillaban entre las ramas fosforescentes ojos desconocidos, mientras oía cuchicheos extraños... Así anduvo y anduvo la indiecita, hasta que tropezó con una choza perdida en el medio del bosque. Era la casa de una vieja india hechicera.
– ¡Protégeme de las fieras! –rogó Eireté a la anciana. La hechicera la hizo entrar en la choza. Todo estaba oscuro. Solo un rayo de Luna, que entraba por la ventana, iluminaba un rincón.
–Eireté –le aseguró la vieja india–, quiero ayudarte. Pero solo tengo poder sobre las fieras durante el día. Si el jabalí o el tigre vienen a buscarte de noche, no los podré detener. Tampoco podré detener a la serpiente.
– ¡Protégeme, hechicera! –volvió a suplicar Eireté.
Eireté tenía la voz dulce. Tan dulce como su nombre-miel de abeja-, y la vieja india se dejó conmover
–Te esconderé de las fieras –le dijo–. Te convertiré durante toda esta noche en una arañita, para que no te encuentren. Y le dio a Eireté un ovillo de hilo fino.
–Teje, teje –le encareció–. Mientras tejas, serás una araña. Pero volverás a ser una indiecita tan pronto como dejes de tejer.
Eireté comenzó a trabajar el hilo. Y su tejido fue una hermosa tela de araña, colgada en un rincón de la choza.
Una fina tela de araña iluminada por la Luna, que entraba por la ventana.
Y así, durante horas y horas, tejió y tejió Eireté. Pasó el jabalí. Espió por la ventana, y solo vio una arañita ocupada en tender los hilos de su tejido. Y luego pasó Yaguareté, el tigre. Y más tarde la serpiente se descolgó de una rama y asomó la cabeza chata por la ventana.
Pero ni Yaguareté, ni la serpiente, ni el jabalí, sospecharon que en la choza se escondía una indiecita. Sí, Eireté trabajó una hora, dos horas, tres... Pero Eireté no estaba acostumbrada a trabajar. Y entonces se cansó y dejó de tejer.
Poco a poco la arañita fue convirtiéndose en una niña, y el rayo de Luna alumbró en el rincón a Eireté, junto a la fina tela de araña. Entonces el jabalí, que regresaba de beber en el río, volvió a asomarse por la ventana de la choza.
– ¿Qué tienes ahí, hechicera? –gruñó–. ¡Esa niña es mía!
Y clavó los colmillos en la puerta y la sacudió, para abrirla y entrar. Eireté, asustada, empezó a tejer y a tejer otra vez...
Y cuando el jabalí pudo abrir la puerta y entró, solo vio una arañita tejedora sobre la tela. Y se fue. Eireté tenía sueño, mucho sueño, y el trabajo la cansaba mucho. Entonces abandonó la telaraña y descansó. Y cuando dejó de tejer, otra vez volvió a ser una indiecita.
Yaguareté, el tigre, regresaba de cazar, enojado porque se le habían escapado casi todas las presas. Yaguareté, el tigre, al pasar, quiso mirar de nuevo por la ventana de la choza de la hechicera. Y entonces vio a Eireté, casi dormida, al lado de la telaraña.
– ¿Qué tienes allí, hechicera? –rugió Yaguareté.
Y lanzó su cuerpo con fuerza contra la puerta.
Eireté se despertó y comenzó a tejer. Y cuando el tigre entró, solo vio una arañita hacendosa.
Y como antes el jabalí, también Yaguareté se fue.
Ya no faltaba mucho para que saliera el Sol. Eireté tejía y tejía cada vez más fatigada, cada vez más soñolienta. Al fin, tejiendo y tejiendo se durmió.
Y entonces la serpiente se asomó por la ventana. ¡Y no vio una arañita, no! Vio una indiecita dormida. Y pasó la cabeza, y empezó a pasar el cuerpo… Y estaba casi dentro ya, cuando Eireté se despertó.
La indiecita, recogiendo el extremo de su hilo, tejió y tejió. Y cuando la serpiente metió todos sus anillos en la choza de la hechicera, Eireté era otra vez una arañita escondida entre las pajas del techo.
Entretanto había salido el Sol. Y la vieja india había recuperado su poder sobre todos los animales del monte. Así que, tomando a Eireté de la mano, pudo llevarla sin peligro hasta la choza de sus hermanas, en el recodo del río, donde florecen los ceibos.
Eireté nunca volvió en adelante a convertirse en arañita, aunque siguió tejiendo y tejiendo de la mañana a la noche, un día y otro día. Y enseñó a tejer a sus hermanas ese hermoso tejido, hasta entonces desconocido, que parece formado por muchas telas de arañas. Ese tejido que se llama ñandutí.
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