lunes, 3 de mayo de 2021

El Hormiguero de Sergio Aguirre. Capítulos 4 y 5


En la casa de la tía Poli el día comenzaba a las ocho de la mañana, con el desayuno.

Después le seguían las actividades, que eran variadas y dependían del día. Los lunes, miércoles y sábados se iba al pueblo, donde la tía hacía el reparto de los huevos que recogía de su gallinero. Uno de los medios de vida de la tía Poli era vender huevos a los almaceneros. Los otros días se dedicaba a atender la casa, la huerta, las gallinas y la fabricación de las lámparas.

En el pueblo también se ocupaba de hacer trámites, “diligencias” las llamaba, para “gente que no se puede defender sola”.

Aunque a veces el trabajo era mucho, Omar percibía que la tía no se quejaba, siempre hacia las cosas con ganas.

Desde el primer día lo incluyó en los quehaceres diarios, las cosas más simples, al principio: tender las camas, barrer el piso de la casa, sacar agua del aljibe para mantener lleno el fuentón de la cocina, el bebedero del caballo y la lata del perro Roberto.

Aunque en su casa Omar protestaba cuando le pedían que hiciera cualquier cosa, ayudar a la tía Poli lo entretenía, le gustaba.

Un momento especial del día era cuando hacía de comer. A la verdura la cortaban fresca, de la huerta, al pan lo amasaba ella misma una vez a la semana. Y mientras el pan estaba en el horno seguía amasando para hacer tallarines, que después secaba al sol.

La tía Poli ponía mucho énfasis en la comida.

Mientras su mamá se preocupaba por estar delgada, a la tía no le importaba para nada ser gorda.

La tarde del segundo día conversaban en la cocina mientras la tía molía maíz en el morterito. Omar estaba sentado al lado de la ventana. Desde allí podía ver, a pocos metros, un árbol seco, “muerto de viejo”, dijo la tía. Pero Omar la miraba a ella, que le contaba de un episodio en el sur, cuando vivía en un pueblito y con sus habitantes armaron un cordón humano para proteger un bosque. Una empresa lo quería talar. Hubo gritos y amenazas hasta que en un momento se dio la orden de que las máquinas avanzaran, seguros de que ellos se iban a correr antes de ser aplastados. Pero no lo hicieron. Aunque ya tenían las máquinas encima, se quedaron quietos, pegados uno junto al otro. Y las máquinas, finalmente, se detuvieron cuando estaban a sólo diez centímetros de sus cuerpos. Diez centímetros. En ese momento del relato, Omar percibió un movimiento, afuera. El árbol, que antes estaba muerto, parecía lleno de hojas agitándose. En menos de cinco minutos se había llenado de pájaros.

-          ¡Mirá, tía!

-          La tía se asomó, y dijo:

-          -Ya son las seis.

Entonces tomó el mortero con sus dos manos y salió. Comenzó a esparcir el maíz en la tierra y con un breve alboroto los pájaros bajaron a comer cubriendo ahora el suelo y dejando el árbol nuevamente desnudo.

- ¡Aparecieron todos juntos! – dijo Omar a través de la ventana.

- Saben que es la hora…

- ¿Cómo saben?

- Será por la luz, un reloj interno… no sé.

Y allí estaban todos esos pájaros de diferentes tamaños y colores, comiendo, uno junto al otro sin molestarse.

Omar no salió. Los pájaros no le gustaban desde que escuchó que descendían de las víboras.

Para Omar estaba claro que la tía vivía en contacto con la naturaleza. Recordó que en la discusión de sus padres, su papá había dicho esa frase:

“Contacto con la naturaleza.”

Y también recordó lo que había dicho su madre, una vez:

“La loca de la naturaleza.”

La noche en el campo era increíblemente silenciosa. A través de la ventana, Omar observaba el cielo cubierto de estrellas. Antes de dormirse pensó en los pájaros, en esa protesta del sur, en lo que la tía era capaz de hacer. No pensó mucho más que eso, porque se quedó dormido.

Más tarde, en plena madrugada, algo lo despertó.

El perro gemía.

------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------cap 5

Como era sábado, había que ir al pueblo. Antes de salir fueron a buscar los huevos. Era la primera vez que Omar iba al gallinero. Entraron y la tía comenzó a recogerlos mientras los contaba. Decía algo sobre una gallina que no había puesto ninguno, pero Omar sólo prestaba atención al gallo, un ejemplar dorado, con cara de pocos amigos.

-          No lo mires mucho porque no le gusta – le advirtió la tía, pero era tarde:

El gallo avanzaba velozmente hacia él.

De un salto la tía Poli se interpuso entre el animal y Omar y con un cartón espantó al animal, que corrió hacia el fondeo del gallinero y desde allí volvía otra vez en posición de ataque.

-          Mejor salí -dijo la tía.

A Omar nunca le había pasado algo así con un animal. El gallo, la situación, lo habían impresionado. Pro trató de que su tía no se diera cuenta. Por otra parte, le había gustado que ella lo defendiera.

Después de todo, él era su sobrino. Si la tía no tenía hijos, pensaba Omar, él era una especie de hijo.

La tía ató el caballo al zulky y partieron.

Cuando entraban al pueblo, Omar vio que ella hacía mala cara al pasar por una casa.

-          ¿Qué pasa tía?

-          Nada, ver esos árboles podados…

Omar vio que la casa tenía sus dos árboles podados casi hasta el tronco y que de la punta aparecían apenas unos brotes verdes.

-          No entiendo de dónde saca la gente que podar así es bueno -agregó la tía.

Cada invierno, el padre de Omar podaba los árboles de la vereda, por eso se mantuvo callado.

-No solamente quedan espantosos -ella continuó-, sino que es totalmente innecesario… Ah, para qué voy a hablar -hizo un gesto de fastidio. -Me pregunto si a la gente que poda le gustaría que todos los años la cortaran un poquito -dijo, y de pronto rio, con su risa linda.

“Gente desaprensiva”, pensó Omar.

Dejaron el zulky frente a la plaza.

-Primero vamos a hablarle a tu mamá, después tengo que ir a los almacenes y al juez de paz. Vos hacé lo que quieras… -dijo la tía.

Fueron a las cabinas telefónicas, que estaban en la vereda del correo, cruzando la calle.

La tía aguardó afuera mientras él hablaba por teléfono. Atendió la madre, ansiosa, esperando su llamada. “¿Está todo bien?”, le preguntaba, y él respondía que sí. Le contó que esa tarde iba a bañarse en una represa que había en el campo de la tía, que se estaba divirtiendo. Ella le pidió, otra vez, que se cuidara, que estuviese atento. Omar recordaba que en la discusión de aquella noche, le había dicho a su padre: “No me deja nada tranquila que esté, allí solos, aislados de todo, en el medio del monte.”

Con la tía quedaron en encontrarse en la plaza, al mediodía. Omar fue a dar una vuelta por el pueblo. Era pequeño y en menos de una hora ya lo había recorrido. Le gustaba Obispo Trejo, no sabía si porque le gustaba o porque estaba en un lugar distinto a su casa.

Notó que lo miraban. Pero era lógico, pensó, porque era un forastero.

También advirtió que non había zulkys. Había bicicletas, autos, camionetas y una que otra moto. La tía Poliera la única que andaba en zulky.

Fue en ese paseo que Omar vio aquel negocio con el cartel de chapa negro y letras amarillas que decía: VIVERO.

De regreso, Omar se acordó de la conversación con su madre. Pensaba en los peligros. Se le ocurrió preguntar:

-¿Hay pumas por acá?

- No creo que queden. Entre la tala y los cazadores los han diezmado…

Diezmado. Omar imaginó que esa palabra quería decir matado, o más, liquidado.

Que después de eso no quedaba nada.

-¿Y nunca te dio miedo encontrarte con un puma, tía?

Ella esbozó una sonrisa, una sonrisa que Omar no comprendió:

-Hay cosas peores que un puma.

 


No hay comentarios.:

Publicar un comentario