En la casa de la tía Poli el día comenzaba a las ocho de la mañana, con el desayuno.
Después le seguían las actividades, que eran variadas y
dependían del día. Los lunes, miércoles y sábados se iba al pueblo, donde la
tía hacía el reparto de los huevos que recogía de su gallinero. Uno de los
medios de vida de la tía Poli era vender huevos a los almaceneros. Los otros
días se dedicaba a atender la casa, la huerta, las gallinas y la fabricación de
las lámparas.
En el pueblo también se ocupaba de hacer trámites,
“diligencias” las llamaba, para “gente que no se puede defender sola”.
Aunque a veces el trabajo era mucho, Omar percibía que la
tía no se quejaba, siempre hacia las cosas con ganas.
Desde el primer día lo incluyó en los quehaceres diarios, las
cosas más simples, al principio: tender las camas, barrer el piso de la casa,
sacar agua del aljibe para mantener lleno el fuentón de la cocina, el bebedero
del caballo y la lata del perro Roberto.
Aunque en su casa Omar protestaba cuando le pedían que hiciera
cualquier cosa, ayudar a la tía Poli lo entretenía, le gustaba.
Un momento especial del día era cuando hacía de comer. A la
verdura la cortaban fresca, de la huerta, al pan lo amasaba ella misma una vez
a la semana. Y mientras el pan estaba en el horno seguía amasando para hacer
tallarines, que después secaba al sol.
La tía Poli ponía mucho énfasis en la comida.
Mientras su mamá se preocupaba por estar delgada, a la tía
no le importaba para nada ser gorda.
La tarde del segundo día conversaban en la cocina mientras
la tía molía maíz en el morterito. Omar estaba sentado al lado de la ventana.
Desde allí podía ver, a pocos metros, un árbol seco, “muerto de viejo”, dijo la
tía. Pero Omar la miraba a ella, que le contaba de un episodio en el sur,
cuando vivía en un pueblito y con sus habitantes armaron un cordón humano para
proteger un bosque. Una empresa lo quería talar. Hubo gritos y amenazas hasta
que en un momento se dio la orden de que las máquinas avanzaran, seguros de que
ellos se iban a correr antes de ser aplastados. Pero no lo hicieron. Aunque ya
tenían las máquinas encima, se quedaron quietos, pegados uno junto al otro. Y
las máquinas, finalmente, se detuvieron cuando estaban a sólo diez centímetros
de sus cuerpos. Diez centímetros. En ese momento del relato, Omar percibió un
movimiento, afuera. El árbol, que antes estaba muerto, parecía lleno de hojas
agitándose. En menos de cinco minutos se había llenado de pájaros.
-
¡Mirá, tía!
-
La tía se asomó, y dijo:
-
-Ya son las seis.
Entonces tomó el mortero con sus
dos manos y salió. Comenzó a esparcir el maíz en la tierra y con un breve
alboroto los pájaros bajaron a comer cubriendo ahora el suelo y dejando el
árbol nuevamente desnudo.
- ¡Aparecieron todos juntos! –
dijo Omar a través de la ventana.
- Saben que es la hora…
- ¿Cómo saben?
- Será por la luz, un reloj
interno… no sé.
Y allí estaban todos esos pájaros
de diferentes tamaños y colores, comiendo, uno junto al otro sin molestarse.
Omar no salió. Los pájaros no le
gustaban desde que escuchó que descendían de las víboras.
Para Omar estaba claro que la tía
vivía en contacto con la naturaleza. Recordó que en la discusión de sus padres,
su papá había dicho esa frase:
“Contacto con la naturaleza.”
Y también recordó lo que había
dicho su madre, una vez:
“La loca de la naturaleza.”
La noche en el campo era
increíblemente silenciosa. A través de la ventana, Omar observaba el cielo
cubierto de estrellas. Antes de dormirse pensó en los pájaros, en esa protesta
del sur, en lo que la tía era capaz de hacer. No pensó mucho más que eso,
porque se quedó dormido.
Más tarde, en plena madrugada,
algo lo despertó.
El perro gemía.
------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------cap
5
Como era sábado, había que ir al
pueblo. Antes de salir fueron a buscar los huevos. Era la primera vez que Omar
iba al gallinero. Entraron y la tía comenzó a recogerlos mientras los contaba.
Decía algo sobre una gallina que no había puesto ninguno, pero Omar sólo
prestaba atención al gallo, un ejemplar dorado, con cara de pocos amigos.
-
No lo mires mucho porque no le gusta – le advirtió
la tía, pero era tarde:
El gallo avanzaba velozmente hacia él.
De un salto la tía Poli se interpuso entre el animal y Omar
y con un cartón espantó al animal, que corrió hacia el fondeo del gallinero y
desde allí volvía otra vez en posición de ataque.
-
Mejor salí -dijo la tía.
A Omar nunca le había pasado algo así con un animal. El
gallo, la situación, lo habían impresionado. Pro trató de que su tía no se
diera cuenta. Por otra parte, le había gustado que ella lo defendiera.
Después de todo, él era su sobrino. Si la tía no tenía
hijos, pensaba Omar, él era una especie de hijo.
La tía ató el caballo al zulky y partieron.
Cuando entraban al pueblo, Omar vio que ella hacía mala cara
al pasar por una casa.
-
¿Qué pasa tía?
-
Nada, ver esos árboles podados…
Omar vio que la casa tenía sus dos árboles podados casi
hasta el tronco y que de la punta aparecían apenas unos brotes verdes.
-
No entiendo de dónde saca la gente que podar así
es bueno -agregó la tía.
Cada invierno, el padre de Omar podaba los árboles de la
vereda, por eso se mantuvo callado.
-No solamente quedan espantosos -ella continuó-, sino que es
totalmente innecesario… Ah, para qué voy a hablar -hizo un gesto de fastidio.
-Me pregunto si a la gente que poda le gustaría que todos los años la cortaran
un poquito -dijo, y de pronto rio, con su risa linda.
“Gente desaprensiva”, pensó Omar.
Dejaron el zulky frente a la plaza.
-Primero vamos a hablarle a tu mamá, después tengo que ir a
los almacenes y al juez de paz. Vos hacé lo que quieras… -dijo la tía.
Fueron a las cabinas telefónicas, que estaban en la vereda
del correo, cruzando la calle.
La tía aguardó afuera mientras él hablaba por teléfono.
Atendió la madre, ansiosa, esperando su llamada. “¿Está todo bien?”, le
preguntaba, y él respondía que sí. Le contó que esa tarde iba a bañarse en una
represa que había en el campo de la tía, que se estaba divirtiendo. Ella le
pidió, otra vez, que se cuidara, que estuviese atento. Omar recordaba que en la
discusión de aquella noche, le había dicho a su padre: “No me deja nada
tranquila que esté, allí solos, aislados de todo, en el medio del monte.”
Con la tía quedaron en encontrarse en la plaza, al mediodía.
Omar fue a dar una vuelta por el pueblo. Era pequeño y en menos de una hora ya
lo había recorrido. Le gustaba Obispo Trejo, no sabía si porque le gustaba o
porque estaba en un lugar distinto a su casa.
Notó que lo miraban. Pero era lógico, pensó, porque era un
forastero.
También advirtió que non había zulkys. Había bicicletas,
autos, camionetas y una que otra moto. La tía Poliera la única que andaba en
zulky.
Fue en ese paseo que Omar vio aquel negocio con el cartel de
chapa negro y letras amarillas que decía: VIVERO.
De regreso, Omar se acordó de la conversación con su madre.
Pensaba en los peligros. Se le ocurrió preguntar:
-¿Hay pumas por acá?
- No creo que queden. Entre la tala y los cazadores los han
diezmado…
Diezmado. Omar imaginó que esa palabra quería decir matado,
o más, liquidado.
Que después de eso no quedaba nada.
-¿Y nunca te dio miedo encontrarte con un puma, tía?
Ella esbozó una sonrisa, una sonrisa que Omar no comprendió:
-Hay cosas peores que un puma.
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