jueves, 24 de febrero de 2022

EL MENSAJERO DEL REY de Mariana Kirzner. CAP.6

 





CAPÍTULO 6

Entraron al castillo por una de las tantas puertas traseras. Alfonso siguió a Catalina. Atravesaron infinitos pasillos decorados con cuadros y obras de arte, empapelados majestuosos y cortinados, hasta que por fin Catalina abrió la puerta de una habitación en el primer piso.

-Espéreme aquí.

-No tarde, señorita Catalina.

La habitación lo estremeció. Las paredes eran del color de la sangre. Alrededor de una cama había candelabros con velas negras.

“¿Qué puedo hacer para ser un poco más valiente?”, pensó Alfonso. La repuesta le surgió de inmediato: “Nada”.

Por su cabeza nuevamente se asomaron pensamientos tenebrosos: “Es la habitación de la muerte, del huesudo. La princesa me ha engañado entregándome al muerto vivo. Debo escapar. En cualquier momento va a entrar moviendo su cuerpo esquelético, debo reaccionar con rapidez”.

Salió y corrió sin rumbo por los pasillos interminables que lo llevaron hasta un enorme salón con cinco escaleras.

Escuchó un rugido. Lo oyó nuevamente, más cerca. Parecía que un animal hacía sonar sus pezuñas contra el piso de mármol.

Alfonso se quedó paralizado, mientras esperaba que la desgracia lo sorprendiera. Y así fue. Un tigre de bengala blanco atravesó la puerta y al descubrirlo le mostró sus enormes colmillos.

Alfonso retrocedió lentamente a una de las escaleras. Subió un escalón, sin dejar de mirar al felino. El animal se aproximó. El mensajero saltó hacia el cuarto escalón y el tigre se lanzó al ataque contra el desconocido.

Alfonso trataba de evitar caer en sus fauces empujándolo del cuello, pero al ver de cerca aquellos colmillos, se desvaneció.

- ¡Yanti! ¡Yanti! -gritó Catalina.

El animal dejó su presa y fue hacia la princesa.

-Es un buen hombre … No me va a nacer nada.

El tigre se tranquilizó y se recostó en el piso. Ella corrió hacia la escalera. Alfonso abrió los ojos, se miraron en silencio. Luego ella le contó que tenía un plan para detener la guerra.

 


miércoles, 23 de febrero de 2022

EL MENSAJERO DEL REY de Mariana Kirzner. CAP. 5

 





CAPÍTULO 5

Apenas abrieron la puerta para salir del panteón de los reyes, vieron a Lizzia, una doncella joven que se acercaba caminando con el bastón.

- ¡Por fin la encuentro! Su padre le ordena presentarse en el gran salón. Debe elegir de inmediato las alfombras y la decoración para el juego de naipes que han organizado sus diecisiete tías.

-Dile a mi padre que me encuentro ocupada.

-Imposible, señorita Catalina. Son órdenes de su majestad, el rey.

-A mi padre nunca nadie le enseñó a esperar, a mi abuelo tampoco, y a mi tatarabuelo, tampoco. En cambio, mi madre …

Alfonso observó cómo la mirada de la princesa caía tristemente hacia el suelo. Luego, los ojos de Lizzia se encontraron con los de él.

- ¡Usted! ¡Por fin ha llegado! -le dijo a Alfonso-. El rey espera el mensaje de las tropas del sur.

-Yo lo acompaño -dijo Catalina.

La doncella se fue apurada.

- ¡Pobre Lizzia! Hace cinco años una serpiente le mordió la pierna. Casi se muere, y mi padre casi se muere con ella.

- ¿También lo mordió la serpiente?

-No. Casi se muere de la impresión. Mi madre todavía estaba viva.

-Sé lo de su madre, se enfermó tan joven…

-Aunque yo era muy chica, la recuerdo y la extraño.

Alfonso no supo qué más decirle. Siempre se quedaba sin palabras frente a aquellos que perdían un ser querido.

- ¡Venga! -le dijo Catalina-. El rey espera ese mensaje del ejército del sur que confirmaría el inicio de una guerra sangrienta contra los pueblos del norte.

-Su Majestad Catalina, recuerde que los pergaminos se encuentran húmedos y no queda una letra que no se haya borroneado.

-Lo recuerdo. Hizo bien en mojar esos pergaminos.

- ¿Qué dice? Se da cuenta, Su Majestad Catalina … Su padre me mandará matar y la guerra será inevitable.

- ¡Cuántas veces le voy a decir que no me llame más “Su Majestad”!

-Perdón, Su Majestad. Perdón, señorita Catalina.

-Detendremos la guerra: ¡esa será nuestra gran misión!

-Usted sabe que eso es imposible.

 

 


martes, 22 de febrero de 2022

EL MENSAJERO DEL REY de Mariana Kirzner. CAP. 4



                                                                          CAPÍTULO 4

A Alfonso le llevó un rato llegar a gatas a la parte de atrás del castillo. Le llamó la atención un camino que se hallaba rodeado de bustos de diferentes reyes. “Qué caras más cómicas”, pensó. Pero a medida que seguía avanzando, tuvo la sensación de que las caras en los bustos se iban haciendo más tenebrosas. Tomó coraje y continuó con la esperanza de encontrar una salida. En ese instante, escuchó trotar algunos caballos: tres guardias se acercaban.

Frente a él había una construcción antigua. Alfonso abrió la puerta y se escondió. Estaba oscuro. Se escuchaba el eco del chillido de los murciélagos, pero eso no le molestaba tanto como la posibilidad de que hubiese mosquitos. Por las dudas, intentó espantarlos, moviendo los brazos para todos lados. Pensó que podría morir en esa oscuridad tenebrosa, picado por los mosquitos, y que luego los murciélagos le chuparían la sangre. ¡Este sería su triste final! Lo peor era que nadie encontraría su cuerpo allí adentro.

De pronto, el lugar se fue iluminando. Parecía que alguien se acercaba. Alfonso se frotó los ojos y alcanzó a ver algunas estatuas acostadas sobre ataúdes de madera con herrajes de oro. Era el panteón de los reyes. Se le revolvió el estómago. “¡Esta maldita muerte!”, pensó y vomitó.

Alfonso escuchó pasos, y se escondió detrás de una tumba.

Ella vio la bolsa de pergaminos en el suelo y la reconoció. La sonrisa de la princesa se extendió de oreja a oreja dejando ver sus dientes de concejo. Traía una vela encendida sobre un pequeño candelero.

-No… me me me … que que que … -tartamudeó Alfonso.

-No se preocupe. No lo voy a delatar.

-Po pop o por … fa fa fa …

-Volví al laberinto luego de haber cumplido con un pedido de m padre, pero no lo encontré. ¡Odio los pedidos de mi padre!

-Pe pe pe pensé … que que que …

-Vinieron a buscarme; según mi padre, era urgente. Para él, todo es urgente. ¡Odio lo urgente!

-¿Y y y … el el el …gri gri gri … grito?

-Pisé a una pobre hormiga. ¡Odio pisar hormigas!

-Yo también.

-Qué bueno que ya puede hablar bien, pensé que iba a seguir tartamudeando. Hablando de hormigas … ¡Mire!

-La princesa se agachó e iluminó el suelo. Una hilera de hormigas marchaba por un camino que parecía no tener final.

- ¡Cómo me gustaría tener algo importante para hacer! Como ellas, que tienen una valiosa misión: asegurar la supervivencia de su grupo.

-Pero usted tiene muchas cosas importantes que hacer, ¡es la hija del rey!

-Mis únicas misiones son las de elegir qué ropa debo ponerme cada mañana, pensar en los peinados más atractivos, sonreír frente a todos, elegir el menú para los banquetes y pedir todo lo que se me antoje.

- ¡No está tan mal!

- ¡Venga, salgamos de aquí, que hay un olor repugnante!

Se alejaron esquivando tumbas y columnas que dividían espacios de cada familia real. La princesa se sentó sobre una lápida y le dijo:

-Ahora sí … respire … respire.

Inhalaron y exhalaron juntos.

Caminaron en silencio entre tumbas, murciélagos, telas de araña y mosquitos. Lo hicieron a la luz de la vela que tenía la princesa.

- ¡Cuánta paz! – dijo la princesa.

-Pas …aje a la muerte – dijo Alfonso.

- ¿Usted le teme a la muerte?

-Nnnn … nnn … ooo. ¡Cómo se le ocurre, Su Majestad!

-Yo tampoco. Me pregunto si seguiré siendo princesa en el más allá. ¿Usted cree en la reencarnación?

-No sé. Todo puede ser o no ser. Y si no es, mejor. Ehhh, mejor cambiemos de tema. Si me siguen picoteando los mosquitos, voy a necesitar un lugar cerca de estos muertos.

Un ruido los interrumpió, y se apresuraron a esconderse detrás de una columna. La vela que ella llevaba se fue consumiendo, y quedaron en penumbras. Pero distinguieron la figura del huesudo que caminaba como in zombi, se agachaba delante de cada tumba y colocaba ramos de flores que sacaba de una canasta. Parecía hablarles a los muertos.

-Esperemos a que se vaya – dijo la princesa.

“Es un muerto vivo”, pensó Alfonso.

Cuando el hombre esquelético se fue, cerró la puerta de entrada y quedaron totalmente a oscuras.

-No traje otra vela. Pero no se preocupe, creo que puedo encontrar la salida, aunque no se ve nada.

Ella lo tomó de la mano y lo condujo a ciegas por el camino que conocía de memoria.

Alfonso tropezó y chocó con varias tumbas.

-Me va a sacar el brazo, si no me suelta cada vez que se tropieza -se quejó la princesa.

-Es que … dis dis dis …

- ¡Baaaastaaaa de pedir disculpas! -gritó ella y siguió caminando- Confíe en mí.

-Sé comer, cocinar, coser, contar, cortar. Todo eso soy capaz de hacer; pero confiar, no sé.

-Le voy a enseñar, y espero que sea buen aprendiz.

-Lo seré, Su Majestad.

-Deje de decirme “Su Majestad”, puede llamarme Catalina.

-De acuerdo, Su Majestad Catalina.

-Es la primerea vez que le voy a enseñar algo a alguien. Comencemos: va a tener que caminar delante de mí.

-No, no puedo, me voy a estrellar contra un muerto y se me va a partir la cabeza en veinte pedazos; además …

- ¡Cállese y aprenda! Yo lo voy a tomar de los hombros y lo voy a guiar. Usted confíe.

-No puedo confiar cuando está oscuro.

-No hable, mejor cierre los ojos.

-Noooo …

- ¡Es una orden!

Alfonso cerró los ojos. Ella lo tomó de los hombros para guiarlo. Los brazos y piernas de Alfonso iban para adelante, pero el resto del cuerpo hacía fuerza hacia atrás.

-Confíe, no voy a dejar que nada malo le suceda -le susurró ella al oído.

De a poco, Alfonso sintió confianza. Una sensación de tranquilidad que lo condujo como si flotara. Permaneció con los ojos cerrados y avanzó sin que nada le sucediera.

-Abra los ojos, Alfonso. Hemos llegado a la salida.

 

 

 

 

EL MENSAJERO DEL REY de Mariana Kirzner. CAP. 3


                                                                       CAPÍTULO 3

El mensajero recorrió gateando de ligustro en ligustro el camino que lo separaba de la estatua del rey Valentiniano VI, el bisabuelo de la princesa. La observaba cada vez que llevaba algún mensaje al reino, y siempre pensaba lo mismo: “Qué tendrá este rey de valentiniano…sin los guardias, hubiera sido cobardiniano”, y por dentro se le delineaba una sonrisa. Pero esta vez no experimentó lo mismo. Permaneció agachado y casi embutido entre las piernas desnudas de la estatua del difunto rey.

Desde su ubicación, Alfonso podía ver el carruaje donde el hombre esquelético había arrojado la bolsa negra.

Le temblaron las piernas. Pero tenía que llegar hasta la bolsa.

Le temblaron las piernas y la cintura. Vio que el cochero conversaba con un guardia y el hombre huesudo parados frente al carruaje.

Le temblaron las piernas, la cintura y el pecho. Pensó que sería mejor olvidar todo.

Le temblaron las piernas, la cintura, el pecho y los brazos. Sentía que debía calmarse para poder escapar.

Le temblaron las piernas, la cintura, el pecho, los brazos y la cabeza. Sospechó que en la bolsa negra podría estar la princesa.

Le tembló el cuerpo entero, cuando de repente pasó a toda velocidad una flecha, que por unos milímetros no se incrustó en la frente de Alfonso. Del susto, dio un salto y quedó trepado sobre la escultura. Desde allí divisó una lluvia de flechas que arribaban hacia él. Se tiró al suelo y se tapó la cabeza con las manos. No quería mirar frente a frente a la muerte. Una triste muerte, la de ser agujereado por numerosas puntas filosas. Mientras se imaginaba lo peor, las flechas pasaron sobre su cabeza y se dirigieron a los dos hombres que charlaban al lado del carruaje. Una hizo volar el sombrero del cochero, que quedó flotando sobre una laguna artificial. El hombre no tuvo más remedio que quitarse los pantalones y meterse en el agua helada. Otra flecha agujereó la túnica del hombre esquelético y se clavó en la rama que estaba detrás, de modo que el hombre quedó enganchado y dio tal golpe en la cabeza con el tronco que quedó inconsciente por un rato.

Alfonso aprovechó la desgracia ajena y corrió hacia el carruaje, pero cuando abrió la bolsa negra se dio cuenta que allí no estaba la princesa.

Solo había hojas de diferentes plantas. Cuando vio que el cochero regresaba empapado con su sombrero en la mano, otra vez gateando, se trasladó de ligustro en ligustro.

 

 

lunes, 21 de febrero de 2022

El mensajero del Rey de Mariana Kirzner. Cap. 1 y 2


                                                                 
                                                                 CAPÍTULO 1

 

Llevaba en su bolsa la alegría, la tristeza, la guerra, la paz, el amor, el odio….  Legaría tarde. Su caballo era demasiado viejo y se estaba quedando ciego de un ojo. Le habían pedido que lo reemplazara, pero se había negado. No quería abandonar a su fiel compañero, que lo conducía en sus aventuras por los diferentes reinos.

Cabalgaba contemplando los colores rosados del atardecer cuando escuchó un: “zzzzzzzzzzzzzzzzzzzz”, casi dentro de su oído derecho. Manoteó buscándolo. No lo encontró… Hasta que nuevamente: “zzzzzzzzzzzzzzzzz” sobre su oído izquierdo. Era alérgico a los mosquitos.

El pobre hombre se puso tan nervioso que tropezó con la raíz de un roble y fue a dar de narices en la Fuente Real. Su bolsa voló por el aire, y de ella cayeron pergaminos que quedaron flotando sobre el agua.

Cuando pudo sacar su cabeza del agua, se frotó los ojos y quedó inmóvil observando el desastre. Su corazón latía desesperado y un calor agobiante le recorrió el cuerpo. Temblando, sacó de la fuente los rollos empapados. Eran mensajes importantes que traía de diferentes reinos. Los desató e intentó secarlos con su ropa. Escurrió la bolsa y los guardó.

Quiso escapar en sentido contrario de las puertas del palacio, pero una mujer lo vio y lo llamó:

-          Venga, la entrada queda por aquí… ¿Se ha olvidado?

El mensajero ató su caballo a un poste y caminó hacia ella lo más lentamente que pudo.

-          ¿Qué trajo hoy? -preguntó la mujer.

-          Nada -contestó el mensajero, mientras sus ojos daban vueltas para todos lados en busca de una buena idea.

-          ¿Me va a decir que no trajo nada? El rey espera con ansias las noticias buenas o malas de los reinos amigos o enemigos -insistió la mujer, con la mirada puesta en los rulos estirados que todavía chorreaban agua.

-          Esta vez los mensajes los traje yo.

-          Pero si siempre los trae usted…

-          Quiero decir que… que… no hay … non hay… pergaminos.

-          ¿Qué dice, mensajero?

-          ¿No se enteró?

-          ¿De qué hubiera haberme enterado?

-          En todos los reinos lo saben.

-          ¡Hable de una buena vez!

-          No soy yo el que deba decirlo. No puedo hacerlo.

-          Espéreme un momento. Consultaré con el consejero del rey.

 

CAPÍTULO 2

Cuando la mujer partió, el mensajero corrió a esconderse en un gran laberinto que había en los jardines. Luego de idas y vueltas entre tupidos ligustros, se sentó a descansar. Todavía agitado, colocó cada uno de los pergaminos sobre el pasto. La tinta estaba completamente corrida.

Pensó en su destino: lo condenarían a muerte.

En el momento en que las lágrimas estaban por encontrar sus mejillas, oyó un crujir de ramas. Alguien se acercaba.

El mensajero ocultó los pergaminos debajo de su ropa y pegó todo su cuerpo a los ligustros. La princesa pasó junto a él, tan distraída que no lo vio.

Él sacudió su ropa y otra vez escuchó los pasos. Apurado, hizo cuerpo a tierra. El golpe seco lo dejó sin aire y esta vez ella lo encontró.

-          Señor, señor… ¿se encuentra bien?

-          No, estoy muerto- contestó el mensajero, que permanecía inmóvil en el suelo.

-          Entonces, habrá que avisar a sus familiares para que lloren su muerte.

-          No tengo familia…; bueno, tengo un caballo.

-          Cómo me gustaría tener un caballo… -dijo ella y se sentó en el pasto junto a él.

-          ¿cómo dice eso? Por sus ropajes, puedo adivinar que usted posee riquezas. Podría tener varios caballos y todos los animales que deseara.

-            Tengo treinta caballos, pero no tengo uno.

-          ¿Cómo?

-          No tengo uno que sea mi compañero, uno que siempre me acompañe, uno que me quiera.

-          Eso es fácil. Tiene que elegir uno, ponerle un nombre, cuidarlo, darle de comer, acariciarlo y quererlo.

-          ¡Pero eso no es tarea de una dama! Ahora dígame… ¿Qué está haciendo acostada en el suelo?

-          Descanso.

-          Cómo me gustaría descansar…

-          Pero usted debe descansar todo el día.

-          Quiero descansar de ponerme estos vestidos, quiero descansar de peinarme, de colocarme todas las joyas, de sonreír frente a todos, de hacer lo que me dicen. ¡Quiero descansar de ser princesa!

Cuando escuchó la palabra “princesa”, el mensajero enmudeció.

-          ¿No me dice nada? -insistió la princesa.

Él la miró y vio la muerte ante sus propios ojos.

-          Voy a descansar como lo hace usted -dijo ella y se acostó en el pasto.

El mensajero sentía su cuerpo acalambrado ante la imposibilidad de moverse. Ella sintió placer al tomar contacto con la tierra. No hablaron. La princesa se relajó y se quedó profundamente dormida. El mensajero pensó que era el momento de escapar.

Se levantó y guardó los pergaminos dentro de la bolsa. Retrocedió en puntas de pie sin quitar la mirada de la princesa. No quería que ella lo oyera. Cuando se sintió seguro, se dio vuelta y comenzó a correr. En ese momento, ella lo llamó:

-          ¿Está apurado? ¡No se vaya, regrese, aún no me dijo su nombre!

Él fingió no haberla escuchado, detuvo la corrida y caminó tranquilo tratando de disimular su intención. Pero la princesa, que era rápida y ágil, lo corrió hasta alcanzarlo.

A pesar de la insistencia de su padre en que se dedicara al bordado y la costura como todas las damas del reino, o a lo sumo, que aprendiera a jugar bien a las cartas como su abuela y sus diecisiete tías, ella había decidido ser deportista, y acompañada por su tigre de bengala blanco, salía a correr diariamente para sentirse mejor. Su deporte favorito era el tiro con arco, pero su padre no la dejaba competir en los torneos.

Cuando estuvo a su lado, la princesa le consultó: - ¿Lo acompaño?

-          No hace falta, señorita princesa.

Ella torció la boca cuando vio los pergaminos que escapaban de la bolsa.

-          ¿Qué es esto? – le preguntó, arrebatándole uno.

El mensajero se horrorizó. Trató de quitárselo, pero ella no se lo permitió. La princesa reía. Él temblaba.

-          Es un mensaje para mi padre … No se lee nada … -dijo, cambiando la expresión de su cara.

El mensajero comenzó a temblar. Era el final … Estaba seguro de que ella era la niña mimada del rey y no podría ocultar aquel incumplimiento.

La princesa miró el pergamino y luego miró la bolsa del mensajero.

-          ¡Están todos mojados! -exclamó.

El mensajero lloraba a más no poder, cada vez más acongojado y lleno de mocos. Se arrodilló frente a ella y pidió.

- ¡Clemencia! ¡Le ruego clemencia!

¡No sea llorón y levántese! -dijo ella y le extendió la mano para ayudarlo-. Aún no me ha dicho su nombre …

-          Alfonso.

-          Usted tiene nombre de rey.

-          Sí, Reinoldo se llamaba mi padre.

-          Digo, de rey de la corte.

-          Le juro que nunca me reí de la corte -el mensajero estaba tan nervioso que no terminaba de comprender las palabras de la princesa.

-          Deme ese bolso, algo se me va a ocurrir.

-          No puedo -dijo Alfonso y salió corriendo.

-          ¡Vuelva, vueeeelvaaaaaa! -gritó ella y en ese momento sintió una mano huesuda sobre su hombro, giró la cabeza y dio un alarido.

Unos pasos más adelante, el grito aturdió a Alfonso. Se quedó inmóvil unos segundos. Ahora, el grito retumbaba en su mente. De inmediato sintió el imperio deseo de socorrerla. De modo que regresó presuroso sobre sus pasos, pero la princesa había desaparecido.

Sus pensamientos, todos mezclados, parecían una ensalada de sabores imposibles de combinar: tenía que escapar o moriría, pero pensó que si él moría mientras la princesa estaba en peligro, ella podría morir también. Aunque, si la encontraba y la salvaba, el se convertiría en héroe, o al menos el rey lo perdonaría… Y si los mensajes que no llegaron a destino advertían que el reino sería atacado por enemigos, entonces él no tendría salvación. Pero…pero…pero…

De pronto, escuchó los movimientos de una persona. Se escondió entre los ligustros del laberinto y vio a un hombre esquelético cargar una enorme bolsa negra.

Alfonso pensó que lo mejor sería escapar. Todos estarían preocupados por la desaparición de la princesa y no se darían cuenta de que el mensajero no había dejado los pergaminos. Repasó esta idea, era una gran oportunidad.

Pero de inmediato cambió de opinión. No podía abandonar a la princesa. Primero caminó y luego corrió, hasta acercarse al hombre huesudo.

Cuando estuvo cerca, notó que encorvaba su espalda y hacía fuerza para desplazarse cargando la bolsa pesada, que arrojó dentro de un carruaje. Dolorido y agarrándose la cintura, el hombre se dirigió a hablar con un guardia.

 

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