CAPÍTULO 3
El mensajero
recorrió gateando de ligustro en ligustro el camino que lo separaba de la
estatua del rey Valentiniano VI, el bisabuelo de la princesa. La observaba cada
vez que llevaba algún mensaje al reino, y siempre pensaba lo mismo: “Qué tendrá
este rey de valentiniano…sin los guardias, hubiera sido cobardiniano”, y por
dentro se le delineaba una sonrisa. Pero esta vez no experimentó lo mismo. Permaneció
agachado y casi embutido entre las piernas desnudas de la estatua del difunto
rey.
Desde su
ubicación, Alfonso podía ver el carruaje donde el hombre esquelético había
arrojado la bolsa negra.
Le temblaron
las piernas. Pero tenía que llegar hasta la bolsa.
Le temblaron
las piernas y la cintura. Vio que el cochero conversaba con un guardia y el
hombre huesudo parados frente al carruaje.
Le temblaron
las piernas, la cintura y el pecho. Pensó que sería mejor olvidar todo.
Le temblaron
las piernas, la cintura, el pecho y los brazos. Sentía que debía calmarse para
poder escapar.
Le temblaron
las piernas, la cintura, el pecho, los brazos y la cabeza. Sospechó que en la
bolsa negra podría estar la princesa.
Le tembló el
cuerpo entero, cuando de repente pasó a toda velocidad una flecha, que por unos
milímetros no se incrustó en la frente de Alfonso. Del susto, dio un salto y
quedó trepado sobre la escultura. Desde allí divisó una lluvia de flechas que
arribaban hacia él. Se tiró al suelo y se tapó la cabeza con las manos. No
quería mirar frente a frente a la muerte. Una triste muerte, la de ser
agujereado por numerosas puntas filosas. Mientras se imaginaba lo peor, las
flechas pasaron sobre su cabeza y se dirigieron a los dos hombres que charlaban
al lado del carruaje. Una hizo volar el sombrero del cochero, que quedó
flotando sobre una laguna artificial. El hombre no tuvo más remedio que
quitarse los pantalones y meterse en el agua helada. Otra flecha agujereó la
túnica del hombre esquelético y se clavó en la rama que estaba detrás, de modo
que el hombre quedó enganchado y dio tal golpe en la cabeza con el tronco que
quedó inconsciente por un rato.
Alfonso
aprovechó la desgracia ajena y corrió hacia el carruaje, pero cuando abrió la
bolsa negra se dio cuenta que allí no estaba la princesa.
Solo había
hojas de diferentes plantas. Cuando vio que el cochero regresaba empapado con
su sombrero en la mano, otra vez gateando, se trasladó de ligustro en ligustro.
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