lunes, 21 de febrero de 2022

El mensajero del Rey de Mariana Kirzner. Cap. 1 y 2


                                                                 
                                                                 CAPÍTULO 1

 

Llevaba en su bolsa la alegría, la tristeza, la guerra, la paz, el amor, el odio….  Legaría tarde. Su caballo era demasiado viejo y se estaba quedando ciego de un ojo. Le habían pedido que lo reemplazara, pero se había negado. No quería abandonar a su fiel compañero, que lo conducía en sus aventuras por los diferentes reinos.

Cabalgaba contemplando los colores rosados del atardecer cuando escuchó un: “zzzzzzzzzzzzzzzzzzzz”, casi dentro de su oído derecho. Manoteó buscándolo. No lo encontró… Hasta que nuevamente: “zzzzzzzzzzzzzzzzz” sobre su oído izquierdo. Era alérgico a los mosquitos.

El pobre hombre se puso tan nervioso que tropezó con la raíz de un roble y fue a dar de narices en la Fuente Real. Su bolsa voló por el aire, y de ella cayeron pergaminos que quedaron flotando sobre el agua.

Cuando pudo sacar su cabeza del agua, se frotó los ojos y quedó inmóvil observando el desastre. Su corazón latía desesperado y un calor agobiante le recorrió el cuerpo. Temblando, sacó de la fuente los rollos empapados. Eran mensajes importantes que traía de diferentes reinos. Los desató e intentó secarlos con su ropa. Escurrió la bolsa y los guardó.

Quiso escapar en sentido contrario de las puertas del palacio, pero una mujer lo vio y lo llamó:

-          Venga, la entrada queda por aquí… ¿Se ha olvidado?

El mensajero ató su caballo a un poste y caminó hacia ella lo más lentamente que pudo.

-          ¿Qué trajo hoy? -preguntó la mujer.

-          Nada -contestó el mensajero, mientras sus ojos daban vueltas para todos lados en busca de una buena idea.

-          ¿Me va a decir que no trajo nada? El rey espera con ansias las noticias buenas o malas de los reinos amigos o enemigos -insistió la mujer, con la mirada puesta en los rulos estirados que todavía chorreaban agua.

-          Esta vez los mensajes los traje yo.

-          Pero si siempre los trae usted…

-          Quiero decir que… que… no hay … non hay… pergaminos.

-          ¿Qué dice, mensajero?

-          ¿No se enteró?

-          ¿De qué hubiera haberme enterado?

-          En todos los reinos lo saben.

-          ¡Hable de una buena vez!

-          No soy yo el que deba decirlo. No puedo hacerlo.

-          Espéreme un momento. Consultaré con el consejero del rey.

 

CAPÍTULO 2

Cuando la mujer partió, el mensajero corrió a esconderse en un gran laberinto que había en los jardines. Luego de idas y vueltas entre tupidos ligustros, se sentó a descansar. Todavía agitado, colocó cada uno de los pergaminos sobre el pasto. La tinta estaba completamente corrida.

Pensó en su destino: lo condenarían a muerte.

En el momento en que las lágrimas estaban por encontrar sus mejillas, oyó un crujir de ramas. Alguien se acercaba.

El mensajero ocultó los pergaminos debajo de su ropa y pegó todo su cuerpo a los ligustros. La princesa pasó junto a él, tan distraída que no lo vio.

Él sacudió su ropa y otra vez escuchó los pasos. Apurado, hizo cuerpo a tierra. El golpe seco lo dejó sin aire y esta vez ella lo encontró.

-          Señor, señor… ¿se encuentra bien?

-          No, estoy muerto- contestó el mensajero, que permanecía inmóvil en el suelo.

-          Entonces, habrá que avisar a sus familiares para que lloren su muerte.

-          No tengo familia…; bueno, tengo un caballo.

-          Cómo me gustaría tener un caballo… -dijo ella y se sentó en el pasto junto a él.

-          ¿cómo dice eso? Por sus ropajes, puedo adivinar que usted posee riquezas. Podría tener varios caballos y todos los animales que deseara.

-            Tengo treinta caballos, pero no tengo uno.

-          ¿Cómo?

-          No tengo uno que sea mi compañero, uno que siempre me acompañe, uno que me quiera.

-          Eso es fácil. Tiene que elegir uno, ponerle un nombre, cuidarlo, darle de comer, acariciarlo y quererlo.

-          ¡Pero eso no es tarea de una dama! Ahora dígame… ¿Qué está haciendo acostada en el suelo?

-          Descanso.

-          Cómo me gustaría descansar…

-          Pero usted debe descansar todo el día.

-          Quiero descansar de ponerme estos vestidos, quiero descansar de peinarme, de colocarme todas las joyas, de sonreír frente a todos, de hacer lo que me dicen. ¡Quiero descansar de ser princesa!

Cuando escuchó la palabra “princesa”, el mensajero enmudeció.

-          ¿No me dice nada? -insistió la princesa.

Él la miró y vio la muerte ante sus propios ojos.

-          Voy a descansar como lo hace usted -dijo ella y se acostó en el pasto.

El mensajero sentía su cuerpo acalambrado ante la imposibilidad de moverse. Ella sintió placer al tomar contacto con la tierra. No hablaron. La princesa se relajó y se quedó profundamente dormida. El mensajero pensó que era el momento de escapar.

Se levantó y guardó los pergaminos dentro de la bolsa. Retrocedió en puntas de pie sin quitar la mirada de la princesa. No quería que ella lo oyera. Cuando se sintió seguro, se dio vuelta y comenzó a correr. En ese momento, ella lo llamó:

-          ¿Está apurado? ¡No se vaya, regrese, aún no me dijo su nombre!

Él fingió no haberla escuchado, detuvo la corrida y caminó tranquilo tratando de disimular su intención. Pero la princesa, que era rápida y ágil, lo corrió hasta alcanzarlo.

A pesar de la insistencia de su padre en que se dedicara al bordado y la costura como todas las damas del reino, o a lo sumo, que aprendiera a jugar bien a las cartas como su abuela y sus diecisiete tías, ella había decidido ser deportista, y acompañada por su tigre de bengala blanco, salía a correr diariamente para sentirse mejor. Su deporte favorito era el tiro con arco, pero su padre no la dejaba competir en los torneos.

Cuando estuvo a su lado, la princesa le consultó: - ¿Lo acompaño?

-          No hace falta, señorita princesa.

Ella torció la boca cuando vio los pergaminos que escapaban de la bolsa.

-          ¿Qué es esto? – le preguntó, arrebatándole uno.

El mensajero se horrorizó. Trató de quitárselo, pero ella no se lo permitió. La princesa reía. Él temblaba.

-          Es un mensaje para mi padre … No se lee nada … -dijo, cambiando la expresión de su cara.

El mensajero comenzó a temblar. Era el final … Estaba seguro de que ella era la niña mimada del rey y no podría ocultar aquel incumplimiento.

La princesa miró el pergamino y luego miró la bolsa del mensajero.

-          ¡Están todos mojados! -exclamó.

El mensajero lloraba a más no poder, cada vez más acongojado y lleno de mocos. Se arrodilló frente a ella y pidió.

- ¡Clemencia! ¡Le ruego clemencia!

¡No sea llorón y levántese! -dijo ella y le extendió la mano para ayudarlo-. Aún no me ha dicho su nombre …

-          Alfonso.

-          Usted tiene nombre de rey.

-          Sí, Reinoldo se llamaba mi padre.

-          Digo, de rey de la corte.

-          Le juro que nunca me reí de la corte -el mensajero estaba tan nervioso que no terminaba de comprender las palabras de la princesa.

-          Deme ese bolso, algo se me va a ocurrir.

-          No puedo -dijo Alfonso y salió corriendo.

-          ¡Vuelva, vueeeelvaaaaaa! -gritó ella y en ese momento sintió una mano huesuda sobre su hombro, giró la cabeza y dio un alarido.

Unos pasos más adelante, el grito aturdió a Alfonso. Se quedó inmóvil unos segundos. Ahora, el grito retumbaba en su mente. De inmediato sintió el imperio deseo de socorrerla. De modo que regresó presuroso sobre sus pasos, pero la princesa había desaparecido.

Sus pensamientos, todos mezclados, parecían una ensalada de sabores imposibles de combinar: tenía que escapar o moriría, pero pensó que si él moría mientras la princesa estaba en peligro, ella podría morir también. Aunque, si la encontraba y la salvaba, el se convertiría en héroe, o al menos el rey lo perdonaría… Y si los mensajes que no llegaron a destino advertían que el reino sería atacado por enemigos, entonces él no tendría salvación. Pero…pero…pero…

De pronto, escuchó los movimientos de una persona. Se escondió entre los ligustros del laberinto y vio a un hombre esquelético cargar una enorme bolsa negra.

Alfonso pensó que lo mejor sería escapar. Todos estarían preocupados por la desaparición de la princesa y no se darían cuenta de que el mensajero no había dejado los pergaminos. Repasó esta idea, era una gran oportunidad.

Pero de inmediato cambió de opinión. No podía abandonar a la princesa. Primero caminó y luego corrió, hasta acercarse al hombre huesudo.

Cuando estuvo cerca, notó que encorvaba su espalda y hacía fuerza para desplazarse cargando la bolsa pesada, que arrojó dentro de un carruaje. Dolorido y agarrándose la cintura, el hombre se dirigió a hablar con un guardia.

 

 @bibliocris

 

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