Llevaba en su bolsa la alegría,
la tristeza, la guerra, la paz, el amor, el odio…. Legaría tarde. Su caballo era demasiado viejo
y se estaba quedando ciego de un ojo. Le habían pedido que lo reemplazara, pero
se había negado. No quería abandonar a su fiel compañero, que lo conducía en
sus aventuras por los diferentes reinos.
Cabalgaba contemplando los
colores rosados del atardecer cuando escuchó un: “zzzzzzzzzzzzzzzzzzzz”, casi
dentro de su oído derecho. Manoteó buscándolo. No lo encontró… Hasta que
nuevamente: “zzzzzzzzzzzzzzzzz” sobre su oído izquierdo. Era alérgico a los
mosquitos.
El pobre hombre se puso tan
nervioso que tropezó con la raíz de un roble y fue a dar de narices en la
Fuente Real. Su bolsa voló por el aire, y de ella cayeron pergaminos que
quedaron flotando sobre el agua.
Cuando pudo sacar su cabeza del
agua, se frotó los ojos y quedó inmóvil observando el desastre. Su corazón
latía desesperado y un calor agobiante le recorrió el cuerpo. Temblando, sacó
de la fuente los rollos empapados. Eran mensajes importantes que traía de
diferentes reinos. Los desató e intentó secarlos con su ropa. Escurrió la bolsa
y los guardó.
Quiso escapar en sentido
contrario de las puertas del palacio, pero una mujer lo vio y lo llamó:
-
Venga, la entrada queda por aquí… ¿Se ha
olvidado?
El mensajero ató su caballo a un
poste y caminó hacia ella lo más lentamente que pudo.
-
¿Qué trajo hoy? -preguntó la mujer.
-
Nada -contestó el mensajero, mientras sus ojos
daban vueltas para todos lados en busca de una buena idea.
-
¿Me va a decir que no trajo nada? El rey espera
con ansias las noticias buenas o malas de los reinos amigos o enemigos
-insistió la mujer, con la mirada puesta en los rulos estirados que todavía
chorreaban agua.
-
Esta vez los mensajes los traje yo.
-
Pero si siempre los trae usted…
-
Quiero decir que… que… no hay … non hay…
pergaminos.
-
¿Qué dice, mensajero?
-
¿No se enteró?
-
¿De qué hubiera haberme enterado?
-
En todos los reinos lo saben.
-
¡Hable de una buena vez!
-
No soy yo el que deba decirlo. No puedo hacerlo.
-
Espéreme un momento. Consultaré con el consejero
del rey.
CAPÍTULO 2
Cuando la mujer partió, el mensajero
corrió a esconderse en un gran laberinto que había en los jardines. Luego de
idas y vueltas entre tupidos ligustros, se sentó a descansar. Todavía agitado,
colocó cada uno de los pergaminos sobre el pasto. La tinta estaba completamente
corrida.
Pensó en su destino: lo
condenarían a muerte.
En el momento en que las lágrimas
estaban por encontrar sus mejillas, oyó un crujir de ramas. Alguien se
acercaba.
El mensajero ocultó los
pergaminos debajo de su ropa y pegó todo su cuerpo a los ligustros. La princesa
pasó junto a él, tan distraída que no lo vio.
Él sacudió su ropa y otra vez
escuchó los pasos. Apurado, hizo cuerpo a tierra. El golpe seco lo dejó sin
aire y esta vez ella lo encontró.
-
Señor, señor… ¿se encuentra bien?
-
No, estoy muerto- contestó el mensajero, que
permanecía inmóvil en el suelo.
-
Entonces, habrá que avisar a sus familiares para
que lloren su muerte.
-
No tengo familia…; bueno, tengo un caballo.
-
Cómo me gustaría tener un caballo… -dijo ella y
se sentó en el pasto junto a él.
-
¿cómo dice eso? Por sus ropajes, puedo adivinar
que usted posee riquezas. Podría tener varios caballos y todos los animales que
deseara.
-
Tengo
treinta caballos, pero no tengo uno.
-
¿Cómo?
-
No tengo uno que sea mi compañero, uno que
siempre me acompañe, uno que me quiera.
-
Eso es fácil. Tiene que elegir uno, ponerle un
nombre, cuidarlo, darle de comer, acariciarlo y quererlo.
-
¡Pero eso no es tarea de una dama! Ahora dígame…
¿Qué está haciendo acostada en el suelo?
-
Descanso.
-
Cómo me gustaría descansar…
-
Pero usted debe descansar todo el día.
-
Quiero descansar de ponerme estos vestidos,
quiero descansar de peinarme, de colocarme todas las joyas, de sonreír frente a
todos, de hacer lo que me dicen. ¡Quiero descansar de ser princesa!
Cuando escuchó
la palabra “princesa”, el mensajero enmudeció.
-
¿No me dice nada? -insistió la princesa.
Él la miró y vio la muerte ante
sus propios ojos.
-
Voy a descansar como lo hace usted -dijo ella y
se acostó en el pasto.
El mensajero sentía su cuerpo
acalambrado ante la imposibilidad de moverse. Ella sintió placer al tomar
contacto con la tierra. No hablaron. La princesa se relajó y se quedó
profundamente dormida. El mensajero pensó que era el momento de escapar.
Se levantó y guardó los
pergaminos dentro de la bolsa. Retrocedió en puntas de pie sin quitar la mirada
de la princesa. No quería que ella lo oyera. Cuando se sintió seguro, se dio
vuelta y comenzó a correr. En ese momento, ella lo llamó:
-
¿Está apurado? ¡No se vaya, regrese, aún no me
dijo su nombre!
Él fingió no haberla escuchado,
detuvo la corrida y caminó tranquilo tratando de disimular su intención. Pero
la princesa, que era rápida y ágil, lo corrió hasta alcanzarlo.
A pesar de la insistencia de su
padre en que se dedicara al bordado y la costura como todas las damas del
reino, o a lo sumo, que aprendiera a jugar bien a las cartas como su abuela y
sus diecisiete tías, ella había decidido ser deportista, y acompañada por su
tigre de bengala blanco, salía a correr diariamente para sentirse mejor. Su
deporte favorito era el tiro con arco, pero su padre no la dejaba competir en
los torneos.
Cuando estuvo a su lado, la
princesa le consultó: - ¿Lo acompaño?
-
No hace falta, señorita princesa.
Ella torció la boca cuando vio
los pergaminos que escapaban de la bolsa.
-
¿Qué es esto? – le preguntó, arrebatándole uno.
El mensajero se horrorizó. Trató
de quitárselo, pero ella no se lo permitió. La princesa reía. Él temblaba.
-
Es un mensaje para mi padre … No se lee nada …
-dijo, cambiando la expresión de su cara.
El mensajero comenzó a temblar.
Era el final … Estaba seguro de que ella era la niña mimada del rey y no podría
ocultar aquel incumplimiento.
La princesa miró el pergamino y
luego miró la bolsa del mensajero.
-
¡Están todos mojados! -exclamó.
El mensajero
lloraba a más no poder, cada vez más acongojado y lleno de mocos. Se arrodilló
frente a ella y pidió.
- ¡Clemencia!
¡Le ruego clemencia!
¡No sea llorón
y levántese! -dijo ella y le extendió la mano para ayudarlo-. Aún no me ha
dicho su nombre …
-
Alfonso.
-
Usted tiene nombre de rey.
-
Sí, Reinoldo se llamaba mi padre.
-
Digo, de rey de la corte.
-
Le juro que nunca me reí de la corte -el
mensajero estaba tan nervioso que no terminaba de comprender las palabras de la
princesa.
-
Deme ese bolso, algo se me va a ocurrir.
-
No puedo -dijo Alfonso y salió corriendo.
-
¡Vuelva, vueeeelvaaaaaa! -gritó ella y en ese
momento sintió una mano huesuda sobre su hombro, giró la cabeza y dio un
alarido.
Unos pasos más
adelante, el grito aturdió a Alfonso. Se quedó inmóvil unos segundos. Ahora, el
grito retumbaba en su mente. De inmediato sintió el imperio deseo de
socorrerla. De modo que regresó presuroso sobre sus pasos, pero la princesa
había desaparecido.
Sus
pensamientos, todos mezclados, parecían una ensalada de sabores imposibles de
combinar: tenía que escapar o moriría, pero pensó que si él moría mientras la
princesa estaba en peligro, ella podría morir también. Aunque, si la encontraba
y la salvaba, el se convertiría en héroe, o al menos el rey lo perdonaría… Y si
los mensajes que no llegaron a destino advertían que el reino sería atacado por
enemigos, entonces él no tendría salvación. Pero…pero…pero…
De pronto,
escuchó los movimientos de una persona. Se escondió entre los ligustros del
laberinto y vio a un hombre esquelético cargar una enorme bolsa negra.
Alfonso pensó
que lo mejor sería escapar. Todos estarían preocupados por la desaparición de
la princesa y no se darían cuenta de que el mensajero no había dejado los
pergaminos. Repasó esta idea, era una gran oportunidad.
Pero de
inmediato cambió de opinión. No podía abandonar a la princesa. Primero caminó y
luego corrió, hasta acercarse al hombre huesudo.
Cuando estuvo
cerca, notó que encorvaba su espalda y hacía fuerza para desplazarse cargando
la bolsa pesada, que arrojó dentro de un carruaje. Dolorido y agarrándose la
cintura, el hombre se dirigió a hablar con un guardia.
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