CAPÍTULO
12
Tardó diez días en repartir todos los pergaminos. Era de
noche, cuando regresó al castillo.
¿Entraba o no entraba por aquella puerta secreta que le
había indicado la princesa? ¿Y si entraba y se encontraba al tigre? Después de
un largo debate interno, decidió que él y su caballo dormirían echados detrás
del gran muro.
Lo despertó el sol, que se posó tibio sobre su rostro: “¿Me
voy o no me voy?”. Cuando se levantó, algunas flechas surcaron por arriba el
muro y, aunque ninguna pasó cerca de él, igual se tapó la cabeza con las manos.
-Disculpe- dijo una voz conocida- no pensé que hubiera
alguien del otro lado del muro tan temprano, me gusta practicar antes de que la
corte amanezca.
Alfonso miró a través de sus dedos. De ese modo descubrió a
Catalina, apenas asomada al muro.
-Pe pe pe pe…ro ya ya ya… me me me…
-Alfonso, ¿es usted?
-Sí, sí, sí… so so… soy yo. Y us us us us… ted, ¿es us us us,
ted?
-Sí, soy yo. ¡Somos usted y yo! Entre ya mismo, necesito
que me ayude con los últimos preparativos para el gran juego de naipes. ¡No
pierda más tiempo!
-No sé preparar preparativos, digo, ayudar a ayudarla,
digo…, mejor no digo.
-Voy a pedirle a Tantay que lo haga entrar sin problemas.
¿conoció a Tantay? Es el caballero delgado que lo ayudó a salir del castillo.
¿Se acuerda?
-El esquelético…
-Es uno de nuestros jardineros, el mejor de todos.
Catalina escuchó: “zzzzzzzzzzzzzzzz”, casi dentro de su
oído derecho. Manoteó buscando al mosquito. Pero no lo encontró… Hasta que nuevamente:
“zzzzzzzzzzzzzzzz” sobre su oído izquierdo. Movió su cabeza y se le resbaló la
corona. Al intentar agarrarla, perdió el equilibrio y Alfonso abrió sus brazos
para atajar a la princesa. Ella le sonrió mostrándole sus dientes de conejo y
él, de la emoción, se desmayó. Cataplum, los dos al pasto.
Catalina trató de reanimarlo: le golpeó suavemente la
espalda, le pellizcó los cachetes, le gritó al oído, lo sacudió. Alfonso no
abría los ojos. “¡Está muerto!”, se horrorizó la princesa y se puso a patalear.
Pero en ese momento se acordó de los cuentos de hadas;
entonces, se inclinó sobre Alfonso: quizá el beso de una princesa lo despertara…
Se estaba acercando, cuando un mosquito se posó sobre aquella real y respingada
nariz y la hizo estornudar sobre la cara del mensajero. Sin más demora, ella lo
limpió con su pañuelo y lo besó.
Los cuentos de hadas funcionan: Alfonso sintió una sopapa
en los labios y abrió los ojos.
CAPÍTULO
13
Todo estaba preparado para el gran juego. Los servidores
habían dispuesto lo esencial, los banquetes estaban servidos. Una orquesta
ensayaba en el gran salón. La música se expandía por todos los rincones y
contagiaba a quienes la oían. Alfonso y la princesa entraron al salón principal
del castillo al son de una alegre melodía y juntos crearon una coreografía:
tres pasos para adelante, movimientos de cintura, dos saltos para atrás,
pataditas con la pierna para el frente…
De repente, la música cambió y ellos perdieron el paso. Alfonso
y Catalina vieron al tigre caminando hacia los músicos. El director de la
orquesta estaba de espaldas, de modo que no se percató del peligro. En cambio,
los músicos comenzaron a temblar tanto que apenas podían tocar los instrumentos.
El resultado fue una composición que parecía pedir auxilio de manera
desafinada.
El director sintió las cosquillas de los bigotes de la fiera y dio un salto que le hizo volar la peluca y hasta la dentadura postiza. Se armó tal confusión que todos los músicos corrieron en dirección opuesta, chocándose entre sí, empujándose, cayéndose.
- ¡Yanti! -gritó Catalina.
El tigre, con paso majestuoso, se acercó a la princesa y se
recostó en el suelo, custodiando a su dueña.
Unos instantes después, cuando todo se había calmado, el
rey ingresó al salón seguido por sus diecisiete hermanas y vio al mensajero.
- ¡Por fin has llegado! Entrégueme los pergaminos y
retírese de inmediato. Hoy nos encontramos sumamente ocupados.
Alfonso no dijo una palabra.
- ¿Qué le pasa? ¡Necesito esos pergaminos!
- De inmediato, Su Majestad.
La princesa rodeó al monarca entre sus brazos y lo besó en
la mejilla. Cuando su hija lo besaba, el rey se olvidaba de todo. Y así fue…
Los músicos comenzaron a tocar una nueva melodía. Alfonso
tembló al ritmo de las vibraciones del arpa y pensó: “¡Estoy perdido! Es el fin
de la historia. Ahora viene la parte en que el rey me manda a matar y la
princesa llora mi muerte hasta que un nuevo pretendiente la despose”. Pero en
ese momento, un consejero irrumpió en el salón buscando al rey y ambos se
retiraron con premura. El mensajero supo que se había salvado una vez más.
CAPÍTULO 14
Llegaba la hora del
gran desafío. Los carruajes se acercaban. Los músicos de la orquesta ya estaban
preparados para recibir a los invitados, parados en los jardines del palacio a
ambos lados de una larguísima alfombra gris. Bailarines y juglares también se
acomodaron para el espectáculo.
Catalina le había entregado a Alfonso un traje de sirviente
y un bigote postizo para que pudiera presenciar el evento sin que el rey lo
reconociera. El maestro de ceremonia, que estaba al tanto de la situación, le
indicó que tomara una enorme bandeja con frutas y se acomodara en una fila.
Todo estaba perfectamente cronometrado. Cuando los primeros invitados fueron
llegando, el plan se puso en movimiento: la música comenzó a sonar, bailarines
y juglares emprendieron su rutina, Alfonso siguió a los demás sirvientes del
palacio haciendo equilibrio con la bandeja. Juntos caminaron en zigzag, de
manera ordenada, entre los invitados.
Los juglares, vestidos de rojo y con grandes sombreros
negros, abrieron sombrillas para acompañar a las damas en el trayecto hacia la
entrada del castillo. Los caballeros fueron tras ellas.
Cuando los invitados estuvieron acomodados en la mesa para
el banquete, el rey hizo su entrada acompañado por su hija, su madre y las
diecisiete tías, que entraron hablando a los gritos. No se escuchaba ni a la
orquesta. El director le indicó al músico más bajito que resolviera la situación.
Este se trepó a una columna e hizo sonar su trompetita, que era mucho más
chillona que las voces de las tías. En el momento en que se hizo el más
absoluto silencio, un consejero anunció el discurso y le entregó al rey un
largo pergamino.
El rey leyó un discurso que hablaba de la paz entre los
pueblos vecinos, de la necesidad de los monarcas de luchar por algo y de la
posibilidad de entablar combates sin sangre. Primero, leyó sin prestar atención
a lo que decía. Cuando se dio cuenta del error, se quedó en silencio unos
minutos. Catalina se dio cuenta del error, se quedó en silencio unos minutos. Catalina
lo rodeó con sus brazos y él se olvidó de todo… Volvió a leer acerca de la
lucha en juego de naipes y la posibilidad de ser buenos competidores, ganando
guerras y perdiéndolas.
Catalina lo besaba cada tres minutos y él volvía a leer.
Concluyó ofreciendo un trato: no más luchas en tierra, solo combates en juego
de naipes.
Nunca nadie había visto tantas caras de sorpresa frente a
un rey que terminaba su discurso. Primero, los invitados se quedaron serios,
luego algunos fruncieron el ceño y otros se agarraron la cabeza. Hasta que un
grupo de mosquitos decidió hacer algo bueno por Alfonso. Le hicieron cosquillas
por todo el cuerpo. Él comenzó a reír a carcajadas.
Catalina lo miró. No sabía qué le pasaba, pero también se rio
a carcajadas. La siguieron las diecisiete tías, la abuela, los músicos, los
bailarines, los juglares y el huesudo que observaba escondido detrás de un
cortinado. Rieron los invitados y, por último, el rey.
Todos firmaron el tratado, y luego del banquete comenzaron
las guerras entre espadas, palos, copas y oros.
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