CAPÍTULO
10
Alfonso subió los escalones interminables y fue escabulléndose
para que ningún servidor del palacio lo viera. Pasaron horas hasta que encontró
la salida a los jardines del castillo. Mientras corría para escaparse, una rama
se le enganchó en la chaqueta y tuvo que hacer algunas maniobras para zafarse,
pero no vio el tronco que estaba en el suelo y se tropezó cayendo de cara al
pasto. Su nariz aterrizó dentro de un hoyo de hormigas coloradas. Los pinchazos
hicieron que la nariz se hinchara al doble de su tamaño. La picazón lo estaba
volviendo loco; entonces esbozó un grito, pero una mano le tapó la boca y se
chocó con unos ojos de huevo frito que sobresalían de una cara esquelética. Esa
mirada lo decía todo. ¿Sería su final? ¡No se había despedido de la princesa!
El hombre le inmovilizó los brazos y lo llevó a través de
los jardines.
La nariz de Alfonso seguía creciendo. No podía rascarse y
la desesperación lo desencajó de tal manera que nada le importó. Se lanzó sobre
el hombro del huesudo y comenzó a refregar su nariz para un lado y para el
otro. El hombre no dijo nada, pero lo empujó y se limpió el hombro con cara de
asco.
El esquelético le hizo señas para mostrarle una salida.
También le indicó que se quedase en silencio. Luego se acercó a unos guardias e
intercambió con ellos varias señas. Por los movimientos de las manos, Alfonso
comprendió que aquel hombre era mudo. Los guardias retrocedieron y dejaron la
salida libre.
Antes de que Alfonso se fuera, el huesudo le entregó un
mapa con el camino que debía tomar para llegar al río. También le trajo a su
propio caballo, el que el mensajero había dejado atado en la entrada del
castillo, provisto de alimentos y dos cantimploras.
Alfonso se dio cuenta de que se había equivocado al
juzgarlo.
Se rascó la nariz nuevamente, pero esta vez con la manga de
su camisa. Y salió corriendo.
CAPÍTULO
11
Alfonso cabalgó junto a su fiel compañero durante mucho
tiempo. Luego paró a descansar a orillas del río. Se recostó y miró el cielo.
Parecía que pronto iba a llover. Las nubes se unieron para formar la silueta de
una joven hermosa, hermosa como la princesa…
El mensajero ordenó los pergaminos, reorganizó su
itinerario de viaje y partió a entregar las invitaciones para el juego de
naipes.
El viaje transcurrió sin complicaciones, aunque con la
compañía de algunos mosquitos molestos. En los pueblos, Alfonso fue bien
atendido y su caballo recibió agua. Hasta el momento, todo había sucedido como
Catalina lo había previsto.
¿Se animaría a regresar al castillo, ahora que había
retomado su vida de mensajero?
“¿Qué hago? ¿Qué quiero? ¿La quiero? ¡Qué pregunta tonta!
¿Cómo voy a querer a una princesa?”
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