viernes, 11 de marzo de 2022

EL MENSAJERO DEL REY de Mariana Kirzner. CAP 8 Y 9

 


CAPÍTULO 8

En una esquina de la habitación había una mesita redonda con dos sillas.

-Siéntese, Alfonso- lo invitó la princesa.

-Después de usted, señorita, Su Majestad Catalina.

- ¿Qué le dije sobre “Su Majestad”?

- No lo puedo evitar, princesa.

- ¡Haga usted el esfuerzo!

Ella acomodó un maso de naipes sobre sobre la mesa y dijo:

- Es un combate entre espadas y palos.

- ¡No! ¡Nunca! No tengo espadas, pero tengo un palo que uso para pescar.

-Ese palo no sirve. Todo se trata de matar…

- ¡No diga eso! -exclamó el mensajero y se levantó de un salto.

-Yo lo mato o usted me mata. Déjeme explicarle.

- ¡Con todo respeto, princesa, usted ha enloquecido! ¡Ni lo piense! Me rehúso a matarla. ¡Nunca, sobre mi cadáver!

-Verá que lo intentará. Se lo aseguro. Se trata de matar con las cartas.

- ¿No me dijo con espadas y palos?

- ¡Cállese! Siéntese y deme el mazo.

La princesa le enseñó a mezclar las cartas y las principales reglas del juego llamado “el truco”, el juego de las mentiras. Alfonso escuchó con atención.

Y como suele suceder, la suerte de principiante no quiso fallarle. Adolfo recibió los dos anchos más poderosos: el de espada y el de basto.

Se mintieron, se mataron, se rieron, disfrutaron. Hasta que los alcanzó el cansancio.

- Hasta mañana, Alfonso.

- No me deje acá solo, que…

- ¡Quédese tranquilo!

- No me deje solo, que me…

- ¡Me voy! Mañana tendremos trabajo.

- No me deje solo, que me pican…

- Picante estaba la sopa de caracoles. Tengo que tomar un vaso de agua.

- No me deje solo, que me pican los mos…

- ¡Mosquito de porquería! -dijo ella, agarrándose la nariz-. ¡Me picó uno!

- Eso le quería decir…

- Si no quiere quedarse solo con los mosquitos, le traeré repelente.

La princesa se fue corriendo por uno de los pasillos, pero en el camino olvidó el pedido.

Alfonso escuchó un rugido cada vez más cerca. Yanti caminaba hacia él haciendo sonar sus pezuñas contra el suelo. Le clavó los ojos y le mostró sus enormes dientes. “¡No, otra vez no!”, pensó Alfonso y caminó hacia atrás sin dejar de mirar al animal. Abrió la puerta de un armario antiguo y se escondió en su interior. El tigre se recostó delante del armario. Alfonso pasó la noche allí adentro. Torcido y hecho un nudo, se dejó vencer por el sueño.

 

 

CAPÍTULO 9

 

La princesa tardó en recordar el encargo y volvió con el repelente, pero al día siguiente. Se acercó a Yanti y le acarició las orejas. Buscó a Alfonso, pero no lo encontró: “¡Qué raro! ¿Se habrá ido?”.

El tigre se acercó al armario y rasguñó la puerta con sus garras, intentando abrir la manija con las patas.

Alfonso despertó al sentir los golpes del animal y pensó: “Esta vez no me salvo. El tigre me va a comer y ella jamás me encontrará. ¿Lloraría Catalina mi muerte? ¿Cómo se me ocurre que una princesa vaya a derramar una lágrima por un simple mensajero?”.

Mientras los pensamientos se perdían por el laberinto de su cabeza, el tigre hizo caer el armario de un golpe brusco. Las puertas se abrieron y Alfonso salió tambaleante.

- ¿Qué hace ahí adentro? -preguntó Catalina.

Alfonso no pudo responder. Tenía la lengua más enredada que nunca.

-Espero que haya pasado una buena noche.

Él la miró con ojos desorbitados. El tigre parecía un tierno gatito hogareño al lado de su dueña que lo acariciaba.

- ¡Mire! -dijo Catalina y le mostró algunos pergaminos que sacó de una bolsa-.

Le voy a pedir que deje uno en cada pueblo, y asegúrese de que lleguen a manos de los reyes lo más rápido posible.

-Pero…

 -Es nuestra gran misión. Los pergaminos invitan a los gobernantes de los pueblos vecinos en guerra al “Gran juego de naipes en el castillo”. Pelearán con los naipes y no en campos de batalla. En los juegos se lucha, se gana, se pierde, lo mismo que en la guerra.

 

 

 

CAP 12, 13 y 14


 

CAPÍTULO 12

 

Tardó diez días en repartir todos los pergaminos. Era de noche, cuando regresó al castillo.

¿Entraba o no entraba por aquella puerta secreta que le había indicado la princesa? ¿Y si entraba y se encontraba al tigre? Después de un largo debate interno, decidió que él y su caballo dormirían echados detrás del gran muro.

Lo despertó el sol, que se posó tibio sobre su rostro: “¿Me voy o no me voy?”. Cuando se levantó, algunas flechas surcaron por arriba el muro y, aunque ninguna pasó cerca de él, igual se tapó la cabeza con las manos.

-Disculpe- dijo una voz conocida- no pensé que hubiera alguien del otro lado del muro tan temprano, me gusta practicar antes de que la corte amanezca.

Alfonso miró a través de sus dedos. De ese modo descubrió a Catalina, apenas asomada al muro.

-Pe pe pe pe…ro ya ya ya… me me me…

-Alfonso, ¿es usted?

-Sí, sí, sí… so so… soy yo. Y us us us us… ted, ¿es us us us, ted?

-Sí, soy yo. ¡Somos usted y yo! Entre ya mismo, necesito que me ayude con los últimos preparativos para el gran juego de naipes. ¡No pierda más tiempo!

-No sé preparar preparativos, digo, ayudar a ayudarla, digo…, mejor no digo.

-Voy a pedirle a Tantay que lo haga entrar sin problemas. ¿conoció a Tantay? Es el caballero delgado que lo ayudó a salir del castillo. ¿Se acuerda?

-El esquelético…

-Es uno de nuestros jardineros, el mejor de todos.

Catalina escuchó: “zzzzzzzzzzzzzzzz”, casi dentro de su oído derecho. Manoteó buscando al mosquito. Pero no lo encontró… Hasta que nuevamente: “zzzzzzzzzzzzzzzz” sobre su oído izquierdo. Movió su cabeza y se le resbaló la corona. Al intentar agarrarla, perdió el equilibrio y Alfonso abrió sus brazos para atajar a la princesa. Ella le sonrió mostrándole sus dientes de conejo y él, de la emoción, se desmayó. Cataplum, los dos al pasto.

Catalina trató de reanimarlo: le golpeó suavemente la espalda, le pellizcó los cachetes, le gritó al oído, lo sacudió. Alfonso no abría los ojos. “¡Está muerto!”, se horrorizó la princesa y se puso a patalear.

Pero en ese momento se acordó de los cuentos de hadas; entonces, se inclinó sobre Alfonso: quizá el beso de una princesa lo despertara… Se estaba acercando, cuando un mosquito se posó sobre aquella real y respingada nariz y la hizo estornudar sobre la cara del mensajero. Sin más demora, ella lo limpió con su pañuelo y lo besó.

Los cuentos de hadas funcionan: Alfonso sintió una sopapa en los labios y abrió los ojos.

 

 

CAPÍTULO 13

 

 

Todo estaba preparado para el gran juego. Los servidores habían dispuesto lo esencial, los banquetes estaban servidos. Una orquesta ensayaba en el gran salón. La música se expandía por todos los rincones y contagiaba a quienes la oían. Alfonso y la princesa entraron al salón principal del castillo al son de una alegre melodía y juntos crearon una coreografía: tres pasos para adelante, movimientos de cintura, dos saltos para atrás, pataditas con la pierna para el frente…

De repente, la música cambió y ellos perdieron el paso. Alfonso y Catalina vieron al tigre caminando hacia los músicos. El director de la orquesta estaba de espaldas, de modo que no se percató del peligro. En cambio, los músicos comenzaron a temblar tanto que apenas podían tocar los instrumentos. El resultado fue una composición que parecía pedir auxilio de manera desafinada.

El director sintió las cosquillas de los bigotes de la fiera y dio un salto que le hizo volar la peluca y hasta la dentadura postiza. Se armó tal confusión que todos los músicos corrieron en dirección opuesta, chocándose entre sí, empujándose, cayéndose.

- ¡Yanti! -gritó Catalina.

El tigre, con paso majestuoso, se acercó a la princesa y se recostó en el suelo, custodiando a su dueña.

Unos instantes después, cuando todo se había calmado, el rey ingresó al salón seguido por sus diecisiete hermanas y vio al mensajero.

- ¡Por fin has llegado! Entrégueme los pergaminos y retírese de inmediato. Hoy nos encontramos sumamente ocupados.

Alfonso no dijo una palabra.

- ¿Qué le pasa? ¡Necesito esos pergaminos!

- De inmediato, Su Majestad.

La princesa rodeó al monarca entre sus brazos y lo besó en la mejilla. Cuando su hija lo besaba, el rey se olvidaba de todo. Y así fue…

Los músicos comenzaron a tocar una nueva melodía. Alfonso tembló al ritmo de las vibraciones del arpa y pensó: “¡Estoy perdido! Es el fin de la historia. Ahora viene la parte en que el rey me manda a matar y la princesa llora mi muerte hasta que un nuevo pretendiente la despose”. Pero en ese momento, un consejero irrumpió en el salón buscando al rey y ambos se retiraron con premura. El mensajero supo que se había salvado una vez más.

 


CAPÍTULO 14

 

 

 Llegaba la hora del gran desafío. Los carruajes se acercaban. Los músicos de la orquesta ya estaban preparados para recibir a los invitados, parados en los jardines del palacio a ambos lados de una larguísima alfombra gris. Bailarines y juglares también se acomodaron para el espectáculo.

Catalina le había entregado a Alfonso un traje de sirviente y un bigote postizo para que pudiera presenciar el evento sin que el rey lo reconociera. El maestro de ceremonia, que estaba al tanto de la situación, le indicó que tomara una enorme bandeja con frutas y se acomodara en una fila. Todo estaba perfectamente cronometrado. Cuando los primeros invitados fueron llegando, el plan se puso en movimiento: la música comenzó a sonar, bailarines y juglares emprendieron su rutina, Alfonso siguió a los demás sirvientes del palacio haciendo equilibrio con la bandeja. Juntos caminaron en zigzag, de manera ordenada, entre los invitados.

Los juglares, vestidos de rojo y con grandes sombreros negros, abrieron sombrillas para acompañar a las damas en el trayecto hacia la entrada del castillo. Los caballeros fueron tras ellas.

Cuando los invitados estuvieron acomodados en la mesa para el banquete, el rey hizo su entrada acompañado por su hija, su madre y las diecisiete tías, que entraron hablando a los gritos. No se escuchaba ni a la orquesta. El director le indicó al músico más bajito que resolviera la situación. Este se trepó a una columna e hizo sonar su trompetita, que era mucho más chillona que las voces de las tías. En el momento en que se hizo el más absoluto silencio, un consejero anunció el discurso y le entregó al rey un largo pergamino.

El rey leyó un discurso que hablaba de la paz entre los pueblos vecinos, de la necesidad de los monarcas de luchar por algo y de la posibilidad de entablar combates sin sangre. Primero, leyó sin prestar atención a lo que decía. Cuando se dio cuenta del error, se quedó en silencio unos minutos. Catalina se dio cuenta del error, se quedó en silencio unos minutos. Catalina lo rodeó con sus brazos y él se olvidó de todo… Volvió a leer acerca de la lucha en juego de naipes y la posibilidad de ser buenos competidores, ganando guerras y perdiéndolas.

Catalina lo besaba cada tres minutos y él volvía a leer. Concluyó ofreciendo un trato: no más luchas en tierra, solo combates en juego de naipes.

Nunca nadie había visto tantas caras de sorpresa frente a un rey que terminaba su discurso. Primero, los invitados se quedaron serios, luego algunos fruncieron el ceño y otros se agarraron la cabeza. Hasta que un grupo de mosquitos decidió hacer algo bueno por Alfonso. Le hicieron cosquillas por todo el cuerpo. Él comenzó a reír a carcajadas.

Catalina lo miró. No sabía qué le pasaba, pero también se rio a carcajadas. La siguieron las diecisiete tías, la abuela, los músicos, los bailarines, los juglares y el huesudo que observaba escondido detrás de un cortinado. Rieron los invitados y, por último, el rey.

Todos firmaron el tratado, y luego del banquete comenzaron las guerras entre espadas, palos, copas y oros.

 

EL MENSAJERO DEL REY de Mariana Kirzner. CAP. 15

 


CAPÍTULO 15

 

Unos meses más tarde, Catalina y Alfonso se casaron y se fueron de luna de miel. Los acompañaron el caballo, el tigre y varios mosquitos. Después de mucho andar, llegaron a unas tierras verdes y prósperas, a orillas de un río, donde decidieron construir una casa con sus propias manos. “¡Ahora sí me voy a morir!”, pensó Alfonso, “Se me podría caer una madera en la cabeza o me podría dar un martillazo tan fuerte que… o…”. Pero no pudo seguir pensando, porque sintió una sopapa en la boca.

 



EL MENSAJERO DEL REY de Mariana Kirzner. CAP 10 y 11

 


CAPÍTULO 10

Alfonso subió los escalones interminables y fue escabulléndose para que ningún servidor del palacio lo viera. Pasaron horas hasta que encontró la salida a los jardines del castillo. Mientras corría para escaparse, una rama se le enganchó en la chaqueta y tuvo que hacer algunas maniobras para zafarse, pero no vio el tronco que estaba en el suelo y se tropezó cayendo de cara al pasto. Su nariz aterrizó dentro de un hoyo de hormigas coloradas. Los pinchazos hicieron que la nariz se hinchara al doble de su tamaño. La picazón lo estaba volviendo loco; entonces esbozó un grito, pero una mano le tapó la boca y se chocó con unos ojos de huevo frito que sobresalían de una cara esquelética. Esa mirada lo decía todo. ¿Sería su final? ¡No se había despedido de la princesa!

El hombre le inmovilizó los brazos y lo llevó a través de los jardines.

La nariz de Alfonso seguía creciendo. No podía rascarse y la desesperación lo desencajó de tal manera que nada le importó. Se lanzó sobre el hombro del huesudo y comenzó a refregar su nariz para un lado y para el otro. El hombre no dijo nada, pero lo empujó y se limpió el hombro con cara de asco.

El esquelético le hizo señas para mostrarle una salida. También le indicó que se quedase en silencio. Luego se acercó a unos guardias e intercambió con ellos varias señas. Por los movimientos de las manos, Alfonso comprendió que aquel hombre era mudo. Los guardias retrocedieron y dejaron la salida libre.

Antes de que Alfonso se fuera, el huesudo le entregó un mapa con el camino que debía tomar para llegar al río. También le trajo a su propio caballo, el que el mensajero había dejado atado en la entrada del castillo, provisto de alimentos y dos cantimploras.

Alfonso se dio cuenta de que se había equivocado al juzgarlo.

Se rascó la nariz nuevamente, pero esta vez con la manga de su camisa. Y salió corriendo.


CAPÍTULO 11

Alfonso cabalgó junto a su fiel compañero durante mucho tiempo. Luego paró a descansar a orillas del río. Se recostó y miró el cielo. Parecía que pronto iba a llover. Las nubes se unieron para formar la silueta de una joven hermosa, hermosa como la princesa…

El mensajero ordenó los pergaminos, reorganizó su itinerario de viaje y partió a entregar las invitaciones para el juego de naipes.

El viaje transcurrió sin complicaciones, aunque con la compañía de algunos mosquitos molestos. En los pueblos, Alfonso fue bien atendido y su caballo recibió agua. Hasta el momento, todo había sucedido como Catalina lo había previsto.

¿Se animaría a regresar al castillo, ahora que había retomado su vida de mensajero?

“¿Qué hago? ¿Qué quiero? ¿La quiero? ¡Qué pregunta tonta! ¿Cómo voy a querer a una princesa?”

 

 

jueves, 3 de marzo de 2022

EL MENSAJERO DEL REY de Mariana Kirzner. CAP 7

 



CAPÍTULO 7

Alfonso aún estaba paralizado del susto, pero de algún modo bajaba en forma mecánica por la escalera interminable.

Catalina le había dicho que podía guarecerse en el castillo, pero nadie debía notarlo. De modo que esta fue la explicación que le dio: “Vaya derecho. Abra la puerta de madera que tiene dos flores talladas. Ahí hay un armario. Entre. Mueva la soga colgada junto al vestido amarillo. Se abrirá un pasadizo que lo llevará a una escalera. Baje”.


Agotado, se sentó en un escalón y miró hacia abajo. Sintió vértigo. Miró hacia arriba, pensó volver, pero siguió avanzando … Apenas el mensajero pisó el suelo de un enorme lugar oscuro, abarrotado de muebles tapados con telas y objetos cubiertos de polvo, escuchó: “zzzzz … zzzzz…” alrededor de su oído izquierdo. Movió la cabeza con desesperación.


Escuchó: “zzzzz… zzzzz…” alrededor de su oído derecho. Corrió y saltó enloquecido. Tropezó con sillones, tiró jarrones y se llevó por delante varias sillas, pateó una puerta, resbaló con una alfombra y terminó desparramado sobre un baúl antiguo.


Allí, escondido, pasaría la noche. Una larga noche: no iba a poder dormir en ese sótano oscuro, lleno de pasadizos y puertas cerradas. Se dio cuenta de que no había ventanas, pero… “¿Por dónde entraba ese haz de luz?”.


Fue en busca de una respuesta: a través de la hendija de la cerradura de una puerta. Alfonso tembló. Pensó en el hombre esquelético. “¿Será este su escondite, el lugar donde elabora sus conjuros y maleficios?”. Nadie se lo había dicho, pero estaba seguro de que e huesudo era un brujo diabólico, y por eso rondaba entre los muertos.


Alfonso espió por la cerradura y se encontró con otro ojo. Se agachó, y esperó en silencio hasta que se atrevió a mirar de nuevo, pero ya no vio nada. En ese preciso momento, alguien abrió la puerta.


-Es es es …


-Deje de tartamudear y preste atención -lo sorprendió la voz de Catalina.


-Pe pe pe … ro ro ro… pop o por…


-Tranquilícese, llegué aquí por la puerta secreta.


-No me gusta este lugar… Voy a tener pesadillas.


- ¡Cómo me gustaría tener pesadillas! De chica las tenía, pero un día mi padre me las prohibió.


-Pero ¿Cómo hizo?


-Una doncella me despierta en lo terrible del sueño. ¿A usted le parece? ¡Perderme lo mejor!


-Me parece … buena idea.


-De todos modos, las pesadillas no son tan terribles como la guerra. O, mejor dicho, la guerra es una pesadilla hecha realidad. Nosotros la vamos a impedir.


-No entiendo, Su Majestad -dijo Alfonso - ¿A quién se refiere, cuando dice “nosotros”? ¿Qué vamos a impedir?


-Vamos a hacer que la guerra se pierda o se gane sin guerra.


- ¿Qué dice? Me voy a poner tartamudo otra vez. Es el mi mi mi… edo…


-Sígame, le voy a mostrar algo.


Catalina fue hacia el antiguo baúl. Lo abrió. Allí había muchos mazos de naipes.


-Eran de nuestros familiares. Fueron traídos de diferentes reinos. ¿Juega un partido conmigo?


-No sé jugar.

jueves, 24 de febrero de 2022

EL MENSAJERO DEL REY de Mariana Kirzner. CAP.6

 





CAPÍTULO 6

Entraron al castillo por una de las tantas puertas traseras. Alfonso siguió a Catalina. Atravesaron infinitos pasillos decorados con cuadros y obras de arte, empapelados majestuosos y cortinados, hasta que por fin Catalina abrió la puerta de una habitación en el primer piso.

-Espéreme aquí.

-No tarde, señorita Catalina.

La habitación lo estremeció. Las paredes eran del color de la sangre. Alrededor de una cama había candelabros con velas negras.

“¿Qué puedo hacer para ser un poco más valiente?”, pensó Alfonso. La repuesta le surgió de inmediato: “Nada”.

Por su cabeza nuevamente se asomaron pensamientos tenebrosos: “Es la habitación de la muerte, del huesudo. La princesa me ha engañado entregándome al muerto vivo. Debo escapar. En cualquier momento va a entrar moviendo su cuerpo esquelético, debo reaccionar con rapidez”.

Salió y corrió sin rumbo por los pasillos interminables que lo llevaron hasta un enorme salón con cinco escaleras.

Escuchó un rugido. Lo oyó nuevamente, más cerca. Parecía que un animal hacía sonar sus pezuñas contra el piso de mármol.

Alfonso se quedó paralizado, mientras esperaba que la desgracia lo sorprendiera. Y así fue. Un tigre de bengala blanco atravesó la puerta y al descubrirlo le mostró sus enormes colmillos.

Alfonso retrocedió lentamente a una de las escaleras. Subió un escalón, sin dejar de mirar al felino. El animal se aproximó. El mensajero saltó hacia el cuarto escalón y el tigre se lanzó al ataque contra el desconocido.

Alfonso trataba de evitar caer en sus fauces empujándolo del cuello, pero al ver de cerca aquellos colmillos, se desvaneció.

- ¡Yanti! ¡Yanti! -gritó Catalina.

El animal dejó su presa y fue hacia la princesa.

-Es un buen hombre … No me va a nacer nada.

El tigre se tranquilizó y se recostó en el piso. Ella corrió hacia la escalera. Alfonso abrió los ojos, se miraron en silencio. Luego ella le contó que tenía un plan para detener la guerra.

 


miércoles, 23 de febrero de 2022

EL MENSAJERO DEL REY de Mariana Kirzner. CAP. 5

 





CAPÍTULO 5

Apenas abrieron la puerta para salir del panteón de los reyes, vieron a Lizzia, una doncella joven que se acercaba caminando con el bastón.

- ¡Por fin la encuentro! Su padre le ordena presentarse en el gran salón. Debe elegir de inmediato las alfombras y la decoración para el juego de naipes que han organizado sus diecisiete tías.

-Dile a mi padre que me encuentro ocupada.

-Imposible, señorita Catalina. Son órdenes de su majestad, el rey.

-A mi padre nunca nadie le enseñó a esperar, a mi abuelo tampoco, y a mi tatarabuelo, tampoco. En cambio, mi madre …

Alfonso observó cómo la mirada de la princesa caía tristemente hacia el suelo. Luego, los ojos de Lizzia se encontraron con los de él.

- ¡Usted! ¡Por fin ha llegado! -le dijo a Alfonso-. El rey espera el mensaje de las tropas del sur.

-Yo lo acompaño -dijo Catalina.

La doncella se fue apurada.

- ¡Pobre Lizzia! Hace cinco años una serpiente le mordió la pierna. Casi se muere, y mi padre casi se muere con ella.

- ¿También lo mordió la serpiente?

-No. Casi se muere de la impresión. Mi madre todavía estaba viva.

-Sé lo de su madre, se enfermó tan joven…

-Aunque yo era muy chica, la recuerdo y la extraño.

Alfonso no supo qué más decirle. Siempre se quedaba sin palabras frente a aquellos que perdían un ser querido.

- ¡Venga! -le dijo Catalina-. El rey espera ese mensaje del ejército del sur que confirmaría el inicio de una guerra sangrienta contra los pueblos del norte.

-Su Majestad Catalina, recuerde que los pergaminos se encuentran húmedos y no queda una letra que no se haya borroneado.

-Lo recuerdo. Hizo bien en mojar esos pergaminos.

- ¿Qué dice? Se da cuenta, Su Majestad Catalina … Su padre me mandará matar y la guerra será inevitable.

- ¡Cuántas veces le voy a decir que no me llame más “Su Majestad”!

-Perdón, Su Majestad. Perdón, señorita Catalina.

-Detendremos la guerra: ¡esa será nuestra gran misión!

-Usted sabe que eso es imposible.

 

 


martes, 22 de febrero de 2022

EL MENSAJERO DEL REY de Mariana Kirzner. CAP. 4



                                                                          CAPÍTULO 4

A Alfonso le llevó un rato llegar a gatas a la parte de atrás del castillo. Le llamó la atención un camino que se hallaba rodeado de bustos de diferentes reyes. “Qué caras más cómicas”, pensó. Pero a medida que seguía avanzando, tuvo la sensación de que las caras en los bustos se iban haciendo más tenebrosas. Tomó coraje y continuó con la esperanza de encontrar una salida. En ese instante, escuchó trotar algunos caballos: tres guardias se acercaban.

Frente a él había una construcción antigua. Alfonso abrió la puerta y se escondió. Estaba oscuro. Se escuchaba el eco del chillido de los murciélagos, pero eso no le molestaba tanto como la posibilidad de que hubiese mosquitos. Por las dudas, intentó espantarlos, moviendo los brazos para todos lados. Pensó que podría morir en esa oscuridad tenebrosa, picado por los mosquitos, y que luego los murciélagos le chuparían la sangre. ¡Este sería su triste final! Lo peor era que nadie encontraría su cuerpo allí adentro.

De pronto, el lugar se fue iluminando. Parecía que alguien se acercaba. Alfonso se frotó los ojos y alcanzó a ver algunas estatuas acostadas sobre ataúdes de madera con herrajes de oro. Era el panteón de los reyes. Se le revolvió el estómago. “¡Esta maldita muerte!”, pensó y vomitó.

Alfonso escuchó pasos, y se escondió detrás de una tumba.

Ella vio la bolsa de pergaminos en el suelo y la reconoció. La sonrisa de la princesa se extendió de oreja a oreja dejando ver sus dientes de concejo. Traía una vela encendida sobre un pequeño candelero.

-No… me me me … que que que … -tartamudeó Alfonso.

-No se preocupe. No lo voy a delatar.

-Po pop o por … fa fa fa …

-Volví al laberinto luego de haber cumplido con un pedido de m padre, pero no lo encontré. ¡Odio los pedidos de mi padre!

-Pe pe pe pensé … que que que …

-Vinieron a buscarme; según mi padre, era urgente. Para él, todo es urgente. ¡Odio lo urgente!

-¿Y y y … el el el …gri gri gri … grito?

-Pisé a una pobre hormiga. ¡Odio pisar hormigas!

-Yo también.

-Qué bueno que ya puede hablar bien, pensé que iba a seguir tartamudeando. Hablando de hormigas … ¡Mire!

-La princesa se agachó e iluminó el suelo. Una hilera de hormigas marchaba por un camino que parecía no tener final.

- ¡Cómo me gustaría tener algo importante para hacer! Como ellas, que tienen una valiosa misión: asegurar la supervivencia de su grupo.

-Pero usted tiene muchas cosas importantes que hacer, ¡es la hija del rey!

-Mis únicas misiones son las de elegir qué ropa debo ponerme cada mañana, pensar en los peinados más atractivos, sonreír frente a todos, elegir el menú para los banquetes y pedir todo lo que se me antoje.

- ¡No está tan mal!

- ¡Venga, salgamos de aquí, que hay un olor repugnante!

Se alejaron esquivando tumbas y columnas que dividían espacios de cada familia real. La princesa se sentó sobre una lápida y le dijo:

-Ahora sí … respire … respire.

Inhalaron y exhalaron juntos.

Caminaron en silencio entre tumbas, murciélagos, telas de araña y mosquitos. Lo hicieron a la luz de la vela que tenía la princesa.

- ¡Cuánta paz! – dijo la princesa.

-Pas …aje a la muerte – dijo Alfonso.

- ¿Usted le teme a la muerte?

-Nnnn … nnn … ooo. ¡Cómo se le ocurre, Su Majestad!

-Yo tampoco. Me pregunto si seguiré siendo princesa en el más allá. ¿Usted cree en la reencarnación?

-No sé. Todo puede ser o no ser. Y si no es, mejor. Ehhh, mejor cambiemos de tema. Si me siguen picoteando los mosquitos, voy a necesitar un lugar cerca de estos muertos.

Un ruido los interrumpió, y se apresuraron a esconderse detrás de una columna. La vela que ella llevaba se fue consumiendo, y quedaron en penumbras. Pero distinguieron la figura del huesudo que caminaba como in zombi, se agachaba delante de cada tumba y colocaba ramos de flores que sacaba de una canasta. Parecía hablarles a los muertos.

-Esperemos a que se vaya – dijo la princesa.

“Es un muerto vivo”, pensó Alfonso.

Cuando el hombre esquelético se fue, cerró la puerta de entrada y quedaron totalmente a oscuras.

-No traje otra vela. Pero no se preocupe, creo que puedo encontrar la salida, aunque no se ve nada.

Ella lo tomó de la mano y lo condujo a ciegas por el camino que conocía de memoria.

Alfonso tropezó y chocó con varias tumbas.

-Me va a sacar el brazo, si no me suelta cada vez que se tropieza -se quejó la princesa.

-Es que … dis dis dis …

- ¡Baaaastaaaa de pedir disculpas! -gritó ella y siguió caminando- Confíe en mí.

-Sé comer, cocinar, coser, contar, cortar. Todo eso soy capaz de hacer; pero confiar, no sé.

-Le voy a enseñar, y espero que sea buen aprendiz.

-Lo seré, Su Majestad.

-Deje de decirme “Su Majestad”, puede llamarme Catalina.

-De acuerdo, Su Majestad Catalina.

-Es la primerea vez que le voy a enseñar algo a alguien. Comencemos: va a tener que caminar delante de mí.

-No, no puedo, me voy a estrellar contra un muerto y se me va a partir la cabeza en veinte pedazos; además …

- ¡Cállese y aprenda! Yo lo voy a tomar de los hombros y lo voy a guiar. Usted confíe.

-No puedo confiar cuando está oscuro.

-No hable, mejor cierre los ojos.

-Noooo …

- ¡Es una orden!

Alfonso cerró los ojos. Ella lo tomó de los hombros para guiarlo. Los brazos y piernas de Alfonso iban para adelante, pero el resto del cuerpo hacía fuerza hacia atrás.

-Confíe, no voy a dejar que nada malo le suceda -le susurró ella al oído.

De a poco, Alfonso sintió confianza. Una sensación de tranquilidad que lo condujo como si flotara. Permaneció con los ojos cerrados y avanzó sin que nada le sucediera.

-Abra los ojos, Alfonso. Hemos llegado a la salida.

 

 

 

 

EL MENSAJERO DEL REY de Mariana Kirzner. CAP. 3


                                                                       CAPÍTULO 3

El mensajero recorrió gateando de ligustro en ligustro el camino que lo separaba de la estatua del rey Valentiniano VI, el bisabuelo de la princesa. La observaba cada vez que llevaba algún mensaje al reino, y siempre pensaba lo mismo: “Qué tendrá este rey de valentiniano…sin los guardias, hubiera sido cobardiniano”, y por dentro se le delineaba una sonrisa. Pero esta vez no experimentó lo mismo. Permaneció agachado y casi embutido entre las piernas desnudas de la estatua del difunto rey.

Desde su ubicación, Alfonso podía ver el carruaje donde el hombre esquelético había arrojado la bolsa negra.

Le temblaron las piernas. Pero tenía que llegar hasta la bolsa.

Le temblaron las piernas y la cintura. Vio que el cochero conversaba con un guardia y el hombre huesudo parados frente al carruaje.

Le temblaron las piernas, la cintura y el pecho. Pensó que sería mejor olvidar todo.

Le temblaron las piernas, la cintura, el pecho y los brazos. Sentía que debía calmarse para poder escapar.

Le temblaron las piernas, la cintura, el pecho, los brazos y la cabeza. Sospechó que en la bolsa negra podría estar la princesa.

Le tembló el cuerpo entero, cuando de repente pasó a toda velocidad una flecha, que por unos milímetros no se incrustó en la frente de Alfonso. Del susto, dio un salto y quedó trepado sobre la escultura. Desde allí divisó una lluvia de flechas que arribaban hacia él. Se tiró al suelo y se tapó la cabeza con las manos. No quería mirar frente a frente a la muerte. Una triste muerte, la de ser agujereado por numerosas puntas filosas. Mientras se imaginaba lo peor, las flechas pasaron sobre su cabeza y se dirigieron a los dos hombres que charlaban al lado del carruaje. Una hizo volar el sombrero del cochero, que quedó flotando sobre una laguna artificial. El hombre no tuvo más remedio que quitarse los pantalones y meterse en el agua helada. Otra flecha agujereó la túnica del hombre esquelético y se clavó en la rama que estaba detrás, de modo que el hombre quedó enganchado y dio tal golpe en la cabeza con el tronco que quedó inconsciente por un rato.

Alfonso aprovechó la desgracia ajena y corrió hacia el carruaje, pero cuando abrió la bolsa negra se dio cuenta que allí no estaba la princesa.

Solo había hojas de diferentes plantas. Cuando vio que el cochero regresaba empapado con su sombrero en la mano, otra vez gateando, se trasladó de ligustro en ligustro.

 

 

lunes, 21 de febrero de 2022

El mensajero del Rey de Mariana Kirzner. Cap. 1 y 2


                                                                 
                                                                 CAPÍTULO 1

 

Llevaba en su bolsa la alegría, la tristeza, la guerra, la paz, el amor, el odio….  Legaría tarde. Su caballo era demasiado viejo y se estaba quedando ciego de un ojo. Le habían pedido que lo reemplazara, pero se había negado. No quería abandonar a su fiel compañero, que lo conducía en sus aventuras por los diferentes reinos.

Cabalgaba contemplando los colores rosados del atardecer cuando escuchó un: “zzzzzzzzzzzzzzzzzzzz”, casi dentro de su oído derecho. Manoteó buscándolo. No lo encontró… Hasta que nuevamente: “zzzzzzzzzzzzzzzzz” sobre su oído izquierdo. Era alérgico a los mosquitos.

El pobre hombre se puso tan nervioso que tropezó con la raíz de un roble y fue a dar de narices en la Fuente Real. Su bolsa voló por el aire, y de ella cayeron pergaminos que quedaron flotando sobre el agua.

Cuando pudo sacar su cabeza del agua, se frotó los ojos y quedó inmóvil observando el desastre. Su corazón latía desesperado y un calor agobiante le recorrió el cuerpo. Temblando, sacó de la fuente los rollos empapados. Eran mensajes importantes que traía de diferentes reinos. Los desató e intentó secarlos con su ropa. Escurrió la bolsa y los guardó.

Quiso escapar en sentido contrario de las puertas del palacio, pero una mujer lo vio y lo llamó:

-          Venga, la entrada queda por aquí… ¿Se ha olvidado?

El mensajero ató su caballo a un poste y caminó hacia ella lo más lentamente que pudo.

-          ¿Qué trajo hoy? -preguntó la mujer.

-          Nada -contestó el mensajero, mientras sus ojos daban vueltas para todos lados en busca de una buena idea.

-          ¿Me va a decir que no trajo nada? El rey espera con ansias las noticias buenas o malas de los reinos amigos o enemigos -insistió la mujer, con la mirada puesta en los rulos estirados que todavía chorreaban agua.

-          Esta vez los mensajes los traje yo.

-          Pero si siempre los trae usted…

-          Quiero decir que… que… no hay … non hay… pergaminos.

-          ¿Qué dice, mensajero?

-          ¿No se enteró?

-          ¿De qué hubiera haberme enterado?

-          En todos los reinos lo saben.

-          ¡Hable de una buena vez!

-          No soy yo el que deba decirlo. No puedo hacerlo.

-          Espéreme un momento. Consultaré con el consejero del rey.

 

CAPÍTULO 2

Cuando la mujer partió, el mensajero corrió a esconderse en un gran laberinto que había en los jardines. Luego de idas y vueltas entre tupidos ligustros, se sentó a descansar. Todavía agitado, colocó cada uno de los pergaminos sobre el pasto. La tinta estaba completamente corrida.

Pensó en su destino: lo condenarían a muerte.

En el momento en que las lágrimas estaban por encontrar sus mejillas, oyó un crujir de ramas. Alguien se acercaba.

El mensajero ocultó los pergaminos debajo de su ropa y pegó todo su cuerpo a los ligustros. La princesa pasó junto a él, tan distraída que no lo vio.

Él sacudió su ropa y otra vez escuchó los pasos. Apurado, hizo cuerpo a tierra. El golpe seco lo dejó sin aire y esta vez ella lo encontró.

-          Señor, señor… ¿se encuentra bien?

-          No, estoy muerto- contestó el mensajero, que permanecía inmóvil en el suelo.

-          Entonces, habrá que avisar a sus familiares para que lloren su muerte.

-          No tengo familia…; bueno, tengo un caballo.

-          Cómo me gustaría tener un caballo… -dijo ella y se sentó en el pasto junto a él.

-          ¿cómo dice eso? Por sus ropajes, puedo adivinar que usted posee riquezas. Podría tener varios caballos y todos los animales que deseara.

-            Tengo treinta caballos, pero no tengo uno.

-          ¿Cómo?

-          No tengo uno que sea mi compañero, uno que siempre me acompañe, uno que me quiera.

-          Eso es fácil. Tiene que elegir uno, ponerle un nombre, cuidarlo, darle de comer, acariciarlo y quererlo.

-          ¡Pero eso no es tarea de una dama! Ahora dígame… ¿Qué está haciendo acostada en el suelo?

-          Descanso.

-          Cómo me gustaría descansar…

-          Pero usted debe descansar todo el día.

-          Quiero descansar de ponerme estos vestidos, quiero descansar de peinarme, de colocarme todas las joyas, de sonreír frente a todos, de hacer lo que me dicen. ¡Quiero descansar de ser princesa!

Cuando escuchó la palabra “princesa”, el mensajero enmudeció.

-          ¿No me dice nada? -insistió la princesa.

Él la miró y vio la muerte ante sus propios ojos.

-          Voy a descansar como lo hace usted -dijo ella y se acostó en el pasto.

El mensajero sentía su cuerpo acalambrado ante la imposibilidad de moverse. Ella sintió placer al tomar contacto con la tierra. No hablaron. La princesa se relajó y se quedó profundamente dormida. El mensajero pensó que era el momento de escapar.

Se levantó y guardó los pergaminos dentro de la bolsa. Retrocedió en puntas de pie sin quitar la mirada de la princesa. No quería que ella lo oyera. Cuando se sintió seguro, se dio vuelta y comenzó a correr. En ese momento, ella lo llamó:

-          ¿Está apurado? ¡No se vaya, regrese, aún no me dijo su nombre!

Él fingió no haberla escuchado, detuvo la corrida y caminó tranquilo tratando de disimular su intención. Pero la princesa, que era rápida y ágil, lo corrió hasta alcanzarlo.

A pesar de la insistencia de su padre en que se dedicara al bordado y la costura como todas las damas del reino, o a lo sumo, que aprendiera a jugar bien a las cartas como su abuela y sus diecisiete tías, ella había decidido ser deportista, y acompañada por su tigre de bengala blanco, salía a correr diariamente para sentirse mejor. Su deporte favorito era el tiro con arco, pero su padre no la dejaba competir en los torneos.

Cuando estuvo a su lado, la princesa le consultó: - ¿Lo acompaño?

-          No hace falta, señorita princesa.

Ella torció la boca cuando vio los pergaminos que escapaban de la bolsa.

-          ¿Qué es esto? – le preguntó, arrebatándole uno.

El mensajero se horrorizó. Trató de quitárselo, pero ella no se lo permitió. La princesa reía. Él temblaba.

-          Es un mensaje para mi padre … No se lee nada … -dijo, cambiando la expresión de su cara.

El mensajero comenzó a temblar. Era el final … Estaba seguro de que ella era la niña mimada del rey y no podría ocultar aquel incumplimiento.

La princesa miró el pergamino y luego miró la bolsa del mensajero.

-          ¡Están todos mojados! -exclamó.

El mensajero lloraba a más no poder, cada vez más acongojado y lleno de mocos. Se arrodilló frente a ella y pidió.

- ¡Clemencia! ¡Le ruego clemencia!

¡No sea llorón y levántese! -dijo ella y le extendió la mano para ayudarlo-. Aún no me ha dicho su nombre …

-          Alfonso.

-          Usted tiene nombre de rey.

-          Sí, Reinoldo se llamaba mi padre.

-          Digo, de rey de la corte.

-          Le juro que nunca me reí de la corte -el mensajero estaba tan nervioso que no terminaba de comprender las palabras de la princesa.

-          Deme ese bolso, algo se me va a ocurrir.

-          No puedo -dijo Alfonso y salió corriendo.

-          ¡Vuelva, vueeeelvaaaaaa! -gritó ella y en ese momento sintió una mano huesuda sobre su hombro, giró la cabeza y dio un alarido.

Unos pasos más adelante, el grito aturdió a Alfonso. Se quedó inmóvil unos segundos. Ahora, el grito retumbaba en su mente. De inmediato sintió el imperio deseo de socorrerla. De modo que regresó presuroso sobre sus pasos, pero la princesa había desaparecido.

Sus pensamientos, todos mezclados, parecían una ensalada de sabores imposibles de combinar: tenía que escapar o moriría, pero pensó que si él moría mientras la princesa estaba en peligro, ella podría morir también. Aunque, si la encontraba y la salvaba, el se convertiría en héroe, o al menos el rey lo perdonaría… Y si los mensajes que no llegaron a destino advertían que el reino sería atacado por enemigos, entonces él no tendría salvación. Pero…pero…pero…

De pronto, escuchó los movimientos de una persona. Se escondió entre los ligustros del laberinto y vio a un hombre esquelético cargar una enorme bolsa negra.

Alfonso pensó que lo mejor sería escapar. Todos estarían preocupados por la desaparición de la princesa y no se darían cuenta de que el mensajero no había dejado los pergaminos. Repasó esta idea, era una gran oportunidad.

Pero de inmediato cambió de opinión. No podía abandonar a la princesa. Primero caminó y luego corrió, hasta acercarse al hombre huesudo.

Cuando estuvo cerca, notó que encorvaba su espalda y hacía fuerza para desplazarse cargando la bolsa pesada, que arrojó dentro de un carruaje. Dolorido y agarrándose la cintura, el hombre se dirigió a hablar con un guardia.

 

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